Jorge Cuesta y la constelación de los creadores de las Grandes Montañas
Sonia Ríos Zúñiga de Calatayud, Ciudad de México.
Hablar de Jorge Cuesta es convocar al rayo en pleno mediodía. Nacido en Córdoba, Veracruz, Cuesta fue una inteligencia desbordada que cruzó las ciencias exactas y la poesía con una lucidez perturbadora. Químico, editor, ensayista, poeta, su paso por el movimiento Contemporáneos no fue discreto: lo transformó. Su obra no busca complacer ni adornar, sino penetrar. Es análisis, disección, revelación. Su verbo no teme ni a la forma ni al fondo. Jorge Cuesta fue y sigue siendo una cima literaria, un espíritu adelantado a su tiempo, y su herencia continúa latiendo en las venas de quienes hoy hacen de la cultura un acto de riesgo y belleza.
Esa herencia, en la región de las Grandes Montañas de Veracruz, se ha multiplicado en creadores que, como Cuesta, escriben, pintan, enseñan, resisten y transforman. Nombres que no están en los escaparates de la industria cultural, pero sí en los corazones y en las calles, en los cafés y en los libros, en los lienzos y en las aulas.
Ahí está Rosa Galán, maestra de la palabra profunda, sembradora de sensibilidad en generaciones enteras. Su obra —como su presencia— es una raíz que sostiene la identidad veracruzana.
Está León Sánchez Arévalo, cronista de la memoria viva, quien ha hecho del testimonio y del análisis una forma de rebelión poética.
Paz Karina Peláez, con su agudeza crítica y su compromiso poético, ha sido faro para muchos escritores jóvenes que encontraron en su guía un rumbo y un estilo.
Sandra Gallardo, quien desde la educación y la literatura ha mantenido encendida la lámpara de la imaginación y el pensamiento crítico en comunidades rurales y urbanas y por supuesto del amor y el erotismo.
Martha Vivanco, tejedora de saberes entre lo ancestral y lo contemporáneo, entre lo femenino y lo filosófico, gran narradora y sembradora de lecturas para niños y jóvenes.
En las artes plásticas, Jaime Sánchez Nava ha sido arquitecto del color y la metáfora visual. Su obra, presente en múltiples espacios culturales, conecta con lo telúrico y lo simbólico.
Rubén Calatayud Balagueró, con su disciplina literaria crítica y puntual en sus crónicas, ha sido testigo y actor de las grandes transiciones culturales del centro veracruzano.
Víctor Toledo, a través de su enorme producción poética y su aguda crítica estética, nos recuerda que el arte no es solo expresión: es conciencia.
Nati Rigonni, gestora multidisciplinaria, ha cruzado fronteras físicas y simbólicas para devolvernos miradas frescas, valientes, necesarias. Sus letras marcan rumbos, trastocan conciencias y devuelven a lo sagrado su más profundo estado entrelazado al alma humana.
Y ahí también está Manuel García Estrada, quien como El Hijo del Rayo, retoma la fuerza crítica de Cuesta y la proyecta en nuevos lenguajes: audiovisuales, editoriales, literarios. Su labor como director de la revista El Águila y como gestor de proyectos culturales es hoy una de las columnas vertebrales del renacer artístico de la región.
Jorge Ferrer, con su pasión por la crónica fotográfica y su escritura fértil, ha sido guardián de la memoria colectiva.
El doctor Fernando Pérez Barragán, pensador humanista, médico y filósofo de lo cotidiano, ha contribuido con ideas luminosas al diálogo entre ciencia y cultura con sus excepcionales ensayos.
Y el maestro Rodolfo Cruz Toledano, pintor del alma veracruzana, cronista visual de la identidad mestiza, ha dejado un legado cromático que canta y resiste.
Todos ellos —escritores, pintores, pensadores, gestores— forman parte de una constelación que ha mantenido viva la llama de la cultura en las Grandes Montañas de Veracruz. Son el testimonio de que el arte no es un lujo, sino una necesidad. De que la palabra sigue teniendo filo. Y que la imaginación, cuando se ejercita con rigor y con amor, puede transformar hasta los territorios más olvidados. Todos han sido y son parte de “la gente de “El Águila”. Esa revista que partió a la cultura en un antes y un después que ahora retoma su vuelo.
Jorge Cuesta abrió un camino con su voz cortante y su mente precisa. Hoy, muchas otras voces, distintas y complementarias, continúan esa marcha hacia lo alto. En las laderas, en los valles, en las aulas, en los lienzos y en las páginas, esta región respira cultura.
Y desde la cima, El Águila —como metáfora, como revista, como símbolo— vuelve a extender sus alas para recordarnos que la altura no es un accidente, sino una conquista.
