El arte genuino y su valor.

Margarita de la ´O Yunes Beltrán D., Ciudad de México

En una época en la que el simulacro y el espectáculo han invadido todos los espacios del pensamiento, del gusto y de la sensibilidad, urge volver al arte genuino, al que se asume como un diálogo entre el alma humana y el mundo. Urge volver al arte que no busca likes, sino que genera preguntas. El arte verdadero, como señalaron Raquel Tibol y José Vasconcelos, no se vende al aplauso fácil ni al silencio cómodo de quienes temen al juicio profundo. Avelina Lésper y Antonio García Villarán han sido voces solitarias, valientes, contundentes, que se han atrevido a poner en su sitio la impostura y la farsa que ha capturado buena parte del mercado cultural contemporáneo. Este texto es un llamado a la conciencia: necesitamos más arte verdadero, más público valiente y más espacios que no se rindan ante la banalidad disfrazada de vanguardia.

Avelina Lésper ha insistido una y otra vez: el arte no es un concepto vacío, no es una ocurrencia ni una estrategia de mercado. Es forma, contenido, técnica, esfuerzo. Su crítica al arte contemporáneo -cuando se convierte en simple ocurrencia sin trabajo plástico- no es un ataque a la creatividad, sino una defensa de la dignidad del oficio artístico. Lésper defiende al arte como resultado del talento, del rigor, del estudio y del deseo de comunicar. Su batalla no es contra lo nuevo, sino contra lo hueco. Su voz se alinea con la de José Vasconcelos, quien entendía que el arte debía educar la sensibilidad, formar al espíritu, elevar el alma nacional.

Antonio García Villarán, por su parte, ha denunciado la falacia de «el arte da para todo». Con su ironía, su pedagogía mordaz y su amor por la estética clásica, Villarán desnuda el sinsentido de muchas obras vendidas a precios millonarios que no conmueven ni provocan reflexión alguna. Su llamado es claro: el arte debe volver a conectar con el espectador, no con el mercado. Sus análisis nos recuerdan que el arte tiene un lenguaje que puede aprenderse, y que cuanto más se conoce, más se disfruta, se interpreta y se dialoga con la obra.

Raquel Tibol, crítica rigurosa y profunda conocedora del muralismo mexicano, comprendía que el arte no puede separarse de su contexto, de sus raíces, de su función social. Su defensa de los grandes pintores comprometidos con la historia y el pueblo -como Siqueiros, Rivera o Orozco- es hoy más urgente que nunca. El arte no es sólo para galerías herméticas ni para ferias elitistas: es un espejo, un testigo, una provocación. La gente tiene derecho a entenderlo, a vivirlo, a sentirse parte de él.

José Vasconcelos, el gran educador, lo sabía: el arte no es un lujo, es una necesidad espiritual. El arte embellece, forma, salva. Por eso, en su proyecto de Nación, incluyó la pintura en los muros públicos, impulsó bibliotecas, apoyó a músicos y escritores. Su visión era integral: formar ciudadanos sensibles, críticos, capaces de admirar una obra y también de crearla. Hoy, cuando el entretenimiento rápido parece imponerse como modelo de consumo cultural, el pensamiento vasconcelista se alza como un faro.

Frente a esta visión profunda y transformadora del arte, hoy nos enfrentamos a una banalización alarmante. Muchos creen que el arte debe ser «agradable», «fácil», «instagrameable». Se confunde lo escandaloso con lo provocador, lo vacío con lo conceptual. Se premia la ocurrencia sobre la ejecución. Se celebran instalaciones absurdas mientras se ignora a artistas que trabajan con rigor, con técnica, con intención. Avelina Lésper no se cansa de decirlo: no todo lo que se cuelga en una galería es arte. No todo lo que se vende en millones tiene valor.

El peligro de esta falsificación del arte es profundo: se educa al espectador en la indiferencia, en la arrogancia del «todo es válido», en la pereza estética. Se empobrece el alma. Y lo peor: se pierde el verdadero sentido del arte como experiencia transformadora. Porque una obra genuina no sólo se observa: se siente, se piensa, se discute. Una obra auténtica te obliga a cuestionarte, a crecer, a asumir una postura. Y para eso hace falta valentía.

Es por eso que urge invitar a la sociedad a volver a los espacios donde el arte auténtico se produce y se promueve. Museos, galerías honestas, centros culturales comunitarios, talleres de creación, bibliotecas, cafés culturales como Rococó Banco Cultural del Café, todos son trincheras contra la vulgarización del gusto. Son espacios donde el arte no se reduce a un objeto de consumo, sino que se convierte en experiencia viva. Lugares donde el espectador no es cliente, sino interlocutor.

Valorar el arte genuino es también valorar al artista que se entrega, que estudia, que propone, que lucha por su voz. Es darle importancia al proceso, no sólo al producto. Es comprender que una sociedad sin arte es una sociedad sin espejo, sin memoria, sin alma. Y que el arte auténtico no excluye, sino que invita: no hay que tener un doctorado para emocionarse frente a un óleo de Remedios Varo o un dibujo de Toledo. Basta con abrir los sentidos y dejarse tocar.

Cuando una persona entra en contacto con el arte verdadero, algo en ella cambia. No necesariamente se convierte en experta, pero se vuelve más sensible, más crítica, más atenta. Se le afina el espíritu. Se vuelve menos manipulable. Y eso, en tiempos de propaganda y saturación de información, es un acto de libertad. Por eso los poderosos temen al arte verdadero: porque forma ciudadanos, no consumidores.

Los lugares que promueven el arte con honestidad y entrega deben ser defendidos y sostenidos. No son lujos para la élite, son pilares para el alma colectiva. Un café donde se presenta poesía, una galería que exhibe pintura local, una escuela que enseña dibujo clásico, una biblioteca con libros bien elegidos, todo eso es resistencia. Es contracultura. Es afirmación del espíritu frente al algoritmo.

La gente debe acercarse al arte con curiosidad, sin miedo. No todo debe entenderse de inmediato. A veces basta con observar, con quedarse en silencio, con mirar dos veces. Hay obras que se abren lentamente, como los libros que releemos y cada vez nos dicen algo nuevo. El arte enseña a habitar el tiempo de otro modo. A escuchar con los ojos. A sentir sin huir.

Por eso el arte no se impone, se propone. No exige obediencia, sino presencia. Una obra auténtica no nos dice qué pensar, sino que nos confronta con lo que ya pensamos. Nos obliga a mirar dentro. Avelina Lésper lo dice claro: la experiencia estética es un desafío. No es comodidad, es revelación.

Educar a las nuevas generaciones en el contacto con el arte verdadero es también protegerlas del vacío. En un mundo saturado de imágenes, de estímulos efímeros, de mensajes simplificados, el arte les ofrece profundidad, tiempo, contraste, silencio. Les da herramientas para no ser rebaño, para construir su identidad.

Por eso, la tarea no es sólo de críticos o artistas. Es de todos. Como ciudadanos, como padres, como educadores, como miembros de una comunidad. Acercar a otros al arte verdadero es sembrar humanidad. Y cada obra compartida, cada espacio defendido, cada mirada transformada, es un acto de resistencia y esperanza.

En palabras de Vasconcelos: «El arte no sólo embellece la vida; la eleva, la redime, la justifica». A esa altura debemos aspirar. A esa experiencia debemos volver.

Porque sólo con arte verdadero podremos tener sociedades verdaderas.

Y tú, ¿cuándo fue la última vez que dejaste que una obra de arte te conmoviera de verdad?

Busca esa obra. Habítala. Defiéndela. Comparte su eco.

Ahí empieza todo.

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