La migración italiana en tiempos de Porfirio Díaz: una colonia sin nobleza y el espejismo de la superioridad en Veracruz
Amanda Sáenz Candiani, Veracruz
Durante el largo periodo de estabilidad y modernización impulsado por el régimen de Porfirio Díaz, México vivió una serie de proyectos ambiciosos que incluyeron atraer migrantes europeos como parte de una estrategia de “blanqueamiento” y supuesto progreso económico. Uno de esos grupos fue el de los italianos, a quienes se les ofreció tierra y oportunidad para establecer colonias agrícolas en distintas regiones del país. En Veracruz, una de las más representativas fue la Colonia Manuel González, fundada oficialmente en 1881.
Contrario a la creencia popular (y al relato romantizado que algunas familias descendientes todavía pretenden sostener), los italianos que llegaron a esta región no eran aristócratas, ni genios del arte, ni empresarios ilustrados. En su mayoría, eran campesinos sin tierra, expulsados por la pobreza estructural que asolaba a la Italia unificada tras la caída de los reinos y ducados fragmentados. Italia vivía un caos económico; el sur del país, de donde procedía gran parte de esta migración, estaba sumido en el atraso. El gobierno italiano vio en la emigración masiva una válvula de escape para evitar conflictos sociales internos. Así, no llegaron a México los mejores, sino los que ya no tenían futuro en su tierra natal.
A pesar de ello, con el tiempo, algunos descendientes de estos migrantes desarrollaron una narrativa de superioridad frente a los pobladores locales, especialmente hacia los veracruzanos mestizos o indígenas. Esa postura no solo es injusta, sino profundamente errónea. En el contexto histórico, los pobladores originarios de Veracruz ya contaban con estructuras sociales, productivas y culturales consolidadas. Eran herederos de siglos de sincretismo, producción agrícola y prácticas comunitarias , una riqueza tangible e intangible del virreinato, del México independiente y a las primeras décadas del siglo XIX.
Lo que muchas de estas familias italianas recibieron al llegar a México fue tierra gratuita, crédito agrícola, protección estatal, herramientas y asesoría técnica, algo que difícilmente habrían tenido en Calabria, Sicilia o Nápoles. En otras palabras, no triunfaron por mérito excepcional, sino por haber sido favorecidos por un gobierno que veía en ellos el instrumento para modificar la demografía y estructura social mexicana. Esta es una diferencia crucial con los veracruzanos locales, quienes han trabajado generaciones enteras sin recibir los beneficios ni el respaldo institucional que tuvo esta inmigración selectiva.
La colonia Manuel González, ubicada entre Córdoba y Tierra Blanca, fue desde su inicio una zona de experimentación. Muchos de los italianos que llegaron, lejos de mostrarse agradecidos, fueron reacios a integrarse plenamente con las comunidades locales. Mantuvo una actitud segregacionista, reproduciendo modelos sociales excluyentes. Sin embargo, en su mayoría no produjeron innovaciones relevantes, ni desarrollaron industrias de impacto nacional, ni crearon instituciones educativas sobresalientes. Su aporte al país fue limitado al contexto agrario inmediato, en condiciones artificialmente favorables.
Lo más paradójico es que algunos de sus descendientes mantienen hasta hoy una actitud de desdén hacia los habitantes originarios de Veracruz, como si portar un apellido italiano fuera sinónimo de superioridad intelectual o moral. En muchos casos, estas familias han vivido de los beneficios de ese pasado subvencionado, sin haber demostrado en lo contemporáneo una obra que justifique su arrogancia. ¿Dónde están sus escritores, científicos, artistas o líderes sociales reconocidos? ¿Dónde están las empresas que transformaron a México desde esa raíz itálica?
Este espejismo de la superioridad es un daño social profundo, pues sigue generando distancias artificiales dentro de una sociedad que debería estar unida por el esfuerzo común, no dividida por mitologías familiares importadas. Al mismo tiempo, evidencia una herida cultural en muchos veracruzanos que, por siglos, han sido educados para creer que lo extranjero siempre es mejor, aunque ese extranjero venga sin méritos, sin cultura y sin mayor legado.
Hoy más que nunca se hace necesario revisar con honestidad la historia de la inmigración en México, sin folclorismos ni complejos. Se deben reconocer los aportes reales, sí, pero también derribar los relatos de superioridad que algunas familias de origen extranjero han sostenido con desprecio hacia los pueblos que los recibieron con generosidad. Porque lo que define a una persona no es su apellido ni el idioma de sus abuelos, sino lo que ha hecho con su vida, con su comunidad y con su país.
México ya no necesita colonos beneficiados por gobiernos autoritarios. México necesita ciudadanos conscientes, críticos, creativos y comprometidos con la justicia social, la memoria histórica y el valor de la verdad. Y Veracruz, tan generoso con los de fuera, merece también respeto y justicia para los suyos.