¿Puede el café alcanzar el estatus del arte? Reflexión desde la estética y el mercado
Hace más de siete años nació la Academia de Artes y Ciencias del Café, una iniciativa que, como la Casa Lamm en el ámbito de las artes visuales, buscó revalorar un producto cultural: el grano de café. Desde entonces, la Academia ha propuesto una lectura análoga entre el mundo del arte y el del café de especialidad, una lectura que, hoy más que nunca, se vuelve urgente en medio de la saturación del mercado y la inflación del discurso hueco.
La crítica de arte Avelina Lesper lo ha dicho con contundencia: el verdadero arte no necesita muletas teóricas. Si una pieza solo puede sostenerse por medio de una explicación forzada o un manifiesto interminable, entonces no es arte: es discurso. Igual lo ha expresado el artista y crítico García Villarán desde su canal, ridiculizando obras que, por su ejecución pobre, exigen un aparato verbal que les dé sentido. La buena factura, la composición, la paleta, el dominio técnico: todo eso debe hablar primero, antes de cualquier concepto. Y esta idea es perfectamente aplicable al café.
En el mundo del café de especialidad, vivimos una inflación verbal. Algunos tostadores y productores se aferran al «discurso del mérito», como si la dificultad del proceso justificara un grano mal logrado. Hablan de fermentaciones experimentales, de beneficios innovadores, de altitudes, variedades, temporadas, pero olvidan lo esencial: el sabor debe hablar por sí solo. Si tienes que convencer al cliente de que está bebiendo algo especial, quizás no lo sea. Como en el arte, si hay que explicarlo demasiado, es porque no funciona.
La Academia de Artes y Ciencias del Café comprendió esto al plantear el café como obra sensorial, como pieza estética viva. En su método formativo no solo se habla del café desde la técnica, sino desde la experiencia, desde la posibilidad de que un grano pueda, como una pintura bien ejecutada, emocionar y trascender sin justificación alguna. Esta perspectiva ha acercado el café a públicos más exigentes, tal como Casa Lamm lo ha hecho con el arte moderno y contemporáneo en México, apostando por la educación, la valoración crítica y la profesionalización del mercado.
Además, así como el arte incrementa su valor mediante la exhibición —cuanto más se expone una obra, más se cotiza—, lo mismo ocurre con el café. Cuando un grano entra a las barras de cuarta ola, especialmente aquellas que tienen reputación y curaduría exigente, su precio sube. No es un capricho: es el efecto del reconocimiento de calidad y del posicionamiento cultural. Esto, sin embargo, muchos tostadores no lo entienden. Prefieren hacer monólogos sobre su sacrificio en vez de dejar que su café hable, o mejor aún: cante en la taza.
Como en la industria del arte, donde la galería adecuada puede disparar el valor de una obra, la cafetería correcta puede hacer lo mismo por un grano. Pero para ello se requiere visión, estrategia y una ruptura con la narrativa de “sufrimiento productor” que tanto daño hace. La industria del vino ya lo entendió hace décadas. El café aún está en pañales.
Tal vez cuando comprendamos que el grano —como una buena obra— no necesita explicación, solo exposición y excelencia, empezaremos a tener productores, tostadores y consumidores verdaderamente cultos. Hasta entonces, seguiremos viendo más discursos que tazas memorables.
Y ese, sí que es un mal arte.
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