Sobre la muerte de Ernesto Lozano Rivero (1959–2012)
Manuel García Estrada
Llorar no es malo. Mucho menos cuando se trata de sacar a los muertos de nuestras vidas. Lo interesante de las lágrimas es que, aunque derramemos muchas, siempre quedan algunas.
Un día se te muere tu mejor amigo y aprendes que, al voltear a ver las nubes, lo encuentras.
A Gaby Perdomo, Paulina, Julieta, Raquel, Isabella López Perdomo y a Nati Rigonni.
A Jesús Tesoro.
Era un día soleado y caluroso, a pesar de ser primero de diciembre. La plaza de armas estaba llena; en Córdoba, Veracruz, se celebraba el mejor festival de lucha contra el SIDA de todo México. Por eso, él estaba ahí.
Con el rostro expectante, buscaba a mi amiga Gabriela, parte del comité organizador del evento. Al encontrarla, me dijo que quería presentarme a alguien. Era 1999, y ese año también se hablaba de un apocalipsis que, como tantos otros, no llegó. Caminamos hasta el centro de la plaza, donde dos activistas hablaban con la gente sobre el uso del condón, las sexualidades y cómo disfrutar del cuerpo sin culpa.
De pronto, un asistente preguntó si era mejor usar doble condón al tener relaciones sexuales con su novia. Uno de los activistas —el más rubio— se puso un condón en la mano derecha, otro en la izquierda, y al frotar ambas manos, reventó los globos de látex ante la mirada atónita de los asistentes.
Gabriela interrumpió la charla para presentarme. Dijo que yo era el editor de la revista más leída en la ciudad. Él sonrió de una manera tan honesta y luminosa que me sentí acogido. Me dio la mano y dijo: “Yo soy Ernesto Lozano Rivero.” Al oír su acento, le pregunté si era cubano. Me dijo que sí, aunque enseguida aclaró: “Pero no soy castrista.”
Me retiré a seguir curioseando el festival, sin saber que ese encuentro me llevaría por caminos insospechados en mi visión del mundo.
Poco tiempo después, Ernesto Lozano expuso en el Centro Cultural Los Portales de Córdoba, acompañado por Jesús Tesoro. Fue a través de sus comentarios, sus pinturas y sus acciones que comencé a descubrir al que habría de convertirse en el maestro del Pop Art en México.
Poco a poco, Ernesto comenzó a viajar con más frecuencia a Córdoba: venía a exponer y a dar charlas sobre prevención del VIH dirigidas a cañeros, campesinos, estudiantes y oficinistas vinculados con la familia de Gabriela: los Perdomo Bueno. Una familia que no solo ha sostenido un nivel económico notable, sino también una preocupación genuina por los demás. Fue así como comenzaron a financiar programas educativos para cientos de personas en la región central de Veracruz, en una cruzada abierta contra el VIH.
Empecé a coincidir más con Ernesto en la casa de Gaby. Lozano era un cubano peculiar: no bailaba, no tomaba ron ni café, no fumaba puros y, para colmo, no era devoto de Fidel. Tiempo después me contó un episodio que marcaría su distanciamiento ideológico: la hija del dictador cubano vetó una de sus obras en una exposición en la Ciudad de México. Aquello lo devastó. Nunca imaginó que una obra de arte pudiera ser censurada por la absurda razón de no rendir homenaje a quienes se creen dueños de Cuba.
Eso sí: jamás dejó de reconocer que el comandante era uno de los hombres más inteligentes del mundo, y solía bromear que estaba tan saludable que seguramente sobreviviría al propio artista. Lo cierto es que así fue. Ernesto falleció el 20 de marzo de 2012.
Por aquel entonces, yo salía de una crisis profunda, sacudido por múltiples eventos que estremecieron mi sexualidad. En medio de esa depresión, Ernesto se volvió un amigo medular, el más fiel y entrañable de todos.
Le conté lo que había ocurrido con mi primera relación homosexual y de lo mal que la estaba pasando. Ernesto caminó hasta la colonia San José para identificar al hombre que no me había ayudado a salir del clóset, sino que me había arrojado de él con violencia. Entonces decidió hacer algo que jamás podré pagarle: me mostró el mundo gay en todos sus matices y colores.
Ernesto era un magnífico hunter. Junto a él conocí todos los baños de vapor de la Ciudad de México, pero nunca olvidaré el primero: los Baños Rocío, en Orizaba, Veracruz, a un costado del mercado Emiliano Zapata.
Ernesto, los baños, los retratos y el alma
Con Ernesto visité los Rocío de Zaragoza, los clásicos Mina, los Finisterre, los de la Basílica de Guadalupe, los de Aviación y los de Tlalpan. Prácticamente todos son frecuentados por chacales —morenos de cuerpo trabajado— provenientes de sectores populares que, gracias a sus oficios físicos, policiales o militares, se conservan en buena forma.
Los Finisterre tienen un aire más fresa, pijo o cheto, pero siguen siendo espacios de cultura gay: allí nunca falta quien cante, baile o hable de política y del clero. Los de la Basílica son dominados por policías, y los de Tlalpan —bueno, se dice que incluso asistía Monsiváis. También conocí los San Juan, aunque, sinceramente, Ernesto los conocía todos y en todos se adaptaba, se divertía y brillaba. Yo, que siempre he sido melindroso para esas actividades, acabé aprendiendo mucho y rompiendo todos los esquemas que tenía sobre lo posible en la sexualidad.
Ernesto me llevó a antros gay y me mostró a la ciudad más libre de Iberoamérica en todo su esplendor: la Ciudad de México. Gracias a él, comprendí mejor quién era, lo que deseaba y lo que me gustaba. Jamás me engañó al invitarme a los lugares más diversos. Siempre me advirtió lo que podría encontrar. En los baños Mina, por ejemplo, uno puede ver a un anciano obeso teniendo sexo con un joven delgado y guapo de 18 años, o a un hombre manco con una mujer trans de senos enormes y pene erecto. En un dark room como La Casita, uno presencia a clientes limosneando un poco de sexo entre sillones sucios y luces lúgubres.
Así fue siempre él: honesto, a veces hasta cínico, pero es preferible quien habla sin tapujos a quien lo hace a medias y miente.
Con Ernesto me inicié en las marchas del orgullo, conocí las cantinas del Centro Histórico del D.F. y descubrí que muchas personas que yo conocía eran homosexuales o bisexuales, gracias a su guía.
Él conocía los precios de mucha gente en muchos lugares, porque cuando viajaba mantenía el mismo ritmo sexual que en México. Así, Ernesto no solo aportaba información sobre geopolítica, economía, religión, filosofía, arte y comunicación; también dominaba la semántica del sexo y conocía a los actores sexuales de cada sitio que visitaba.
Lozano Rivero viajó mucho, expuso mucho, habló mucho e hizo muchísimo. Rara vez se encuentra uno con alguien capaz de hacer tantas cosas a la vez, con una cosmovisión lúcida, renovadora. Era difícil que cayera en trampas de manipuladores. Sus contrastes eran tan intensos como fascinantes: podía hacer cualquier mariconeo y, al mismo tiempo, aullar de emoción por un gol en la liga española.
A Ernesto le gustaba comer. Comía de todo. Me enseñó a disfrutar tacos de “muerte lenta” fuera de las estaciones del metro, y preparaba pastas con rapidez y buen gusto. Servía los platos en su casa decorados, como si cada comida fuera un pequeño ritual. Sabía lo que era el buen vivir, aunque casi nunca tuvo mucho dinero. Como muchos artistas, vivió al día, con talento y dignidad.
Un día, tras una exposición sobre Cuba, Ernesto me tomó una serie de fotos en casa de Gabriela, en Córdoba. En ellas yo miraba un tulipán, y con su maestría fotográfica, me convirtió en una secuencia de retratos. El primero se tituló Pandemónium. En esa obra, jugó con el blanco, el negro y el rojo, dejando visible únicamente mi ojo en verde. Incluyó versos de mi poeta favorito: Walt Whitman.
Ernesto y yo vivimos una imposible posibilidad de cariño. Porque, sencillamente, lo que no es, no es. Lo que no fue, no fue. Y punto.
Después de Pandemónium, me pintó tal como aparezco en el retrato, pero se incluyó él mismo, con una lágrima verde. Luego, me pintó pensativo, malicioso, maldito y culero. Su rabia emergió. Desafortunadamente, ese cuadro solo se conserva en fotografía, porque el músico cordobés Juan Cureño —que acabaría convirtiéndose en el mejor guitarrista de México— pintó bigotes, colmillos y estrellas sobre los cuatro rostros míos que estaban en casa de Gabriela.
Fue un golpe muy doloroso para Ernesto. Pero cuando puso tierra de por medio, su vida cambió para bien. Estuvo en París, y al regresar, regresó imparable.
Pandemónium fue un retrato mucho más cercano a lo que hoy reconocemos como su estilo artístico: contraste, surrealidad, abstracción, reinterpretación de la realidad, y esa proyección del alma en la obra que genera preguntas incómodas, comentarios intensos, e incluso reclamos. Algunos cuestionaban por qué no volvía a pintar en clave pop, como antes de su viaje a Francia.
De monarcas, cow parades y contrastes geniales
Con el paso de los días, y con la intención de hacer un retrato para Gabriela Perdomo Bueno, el artista creó su primera obra 100% pop: De monarcas y otras historias (3). Así, aunque Pandemónium puede considerarse el proto-pop de su carrera, es en esta obra —el retrato de Gaby— donde queda clara para todos la verdadera responsabilidad del nacimiento del maestro del Pop Art en México.
Después de De monarcas y otras historias, el pop se convirtió en una cascada imparable que retrató a cerca de veinte cordobeses: figuras del café, de la cultura, de las artes… y también de la nada. Pero ahí están todos: sonrientes, cubiertos de la cabeza o completamente desnudos. Las exposiciones en Córdoba se multiplicaron, y en una ocasión el artista realizó una obra que luego borró él mismo: al no tener dinero para nuevos materiales, cubrió su propio retrato pop de la patrona de la ciudad, la Virgen de la Soledad, para dar vida a otra creación.
En su magnificencia y genialidad pop, pueden distinguirse tres etapas. La primera está llena de sonrisas y sueños; la segunda, de movimiento y dinamismo constantes. Para ser preciso, la transición entre ambas ocurre después de que pinta a los actores de la película sobre Emiliano Zapata. Esa es la segunda etapa. Y la tercera comienza con la serie dedicada al fútbol y culmina en su trabajo con el estado de Sonora: cuadros de personas, animales y objetos, todos reimaginados.
Su primera etapa, o etapa del bajo pop, se compone de lienzos cubiertos por colores que jamás se repiten, con fuerte influencia de Warhol. Culmina con la obra que retrata su identidad en Cuba: lo cubano, su madre, su pasado rescatado y traído al presente.
La segunda etapa, o etapa media del pop, arranca con Zapata y da lugar a una galería de personajes mexicanos por excelencia: María Félix, Mauricio Garcés, Pedro Infante, y figuras internacionales como James Dean. Culmina con su serie de futbolistas, entre los que se encuentra el ícono Pelé, a quien entregó personalmente su retrato frente a las cámaras de Televisión Azteca, en cadena nacional.
Después de los futbolistas, estalla su creatividad con la maravillosa colección de Sonora, en la que retrata el desierto y su grandeza, plasmando la cultura del norte de México. Esta etapa se caracteriza por contrastes intensos, casi como golpes secos a las neuronas de los espectadores. Así se inaugura la tercera etapa, la alta etapa del pop: postales culturales genuinas, llenas de vitalidad, que refrescan el arte mexicano con singular alegría.
A partir de ahí, su estilo se expande: círculos, objetos, deformaciones sutiles, palabras en fuga, paseos volátiles y juegos coloridos que buscan revitalizar las retinas de quien observa.
Entre todas estas fases de su evolución pop, destacan dos temas recurrentes de su interés:
— Las esculturas del Cow Parade, para las que realizó dos obras memorables, una dedicada a la mantequilla Gloria y otra de estética kitsch, donde utilizó brillantina para pintar a Mickey Mouse y otros personajes de Disney, como burla y a la vez afirmación del arte posible.
Sobre esta tercera etapa hay que decir que multiplicó el uso del color sin perder su genialidad: jamás repetía contrastes ni combinaciones. ¿Cómo lo hacía? No lo sé. Las mentes brillantes son capaces de lo inimaginable. De no ser así, no serían geniales.
La vida de Ernesto estuvo llena de amores y amantes. Ese fue su talón de Aquiles. Aunque buscó el amor —y en algunos casos lo vivió—, sus ansias de descubrir nuevos cuerpos, como diría Kavafis, lo llevaron a perder a personas que lo amaron con todas sus peculiaridades.
Lozano fotografió a docenas y docenas de hombres desnudos. Fue capaz no solo de convencerlos para desnudarse, sino también de mostrarse erguidos, expectantes, activos, pasivos, dispuestos a todo. A muchos los grabó en video. Su colección de desnudos, sin duda, merece estar exhibida en un museo de amplio criterio erótico: es una de las más notables de México.
Recuerdo una escena vívida: la poeta orizabeña Natividad Rigonni presentaba su poemario Lotería en el Palacio de Bellas Artes. Ernesto, sentado en primera fila, me vio llegar y, sin titubear, abrió su computadora portátil para mostrarme un video de un hombre al que le practicaban fisting. Me sentí apenado. Le pedí que esperara, pues estábamos en el recinto sagrado de los artistas. Me puse nervioso. La verdad es que me habría gustado ver el video, pero no era el lugar adecuado. Al menos, eso creí. Ernesto lo cerró, sin reclamos.
Me hizo cuatro colecciones fotográficas: Tulipán, En mi azotea, Leather Bear y El muñeco pambolero —esta última en diciembre de 2011. Jamás me retrató desnudo. Debí pedírselo. Me habría gustado formar parte de esa galaxia de cuerpos que se ofrecieron al universo a través de la lente del maestro del pop art mexicano.
La última visita al maestro del pop
En 2006, Ernesto dirigió —a petición mía— la Bienal de Arte Mundial de Córdoba, titulada Posmópolis. Fue sensacional ver cómo artistas de catorce naciones enviaron más de trescientos trabajos, respondiendo a su convocatoria. Lozano fue el único artista que no participó en la muestra, así que Nati Rigonni me pidió algunos cuadros suyos para montar, en una de las salas de la Quinta Calatayud —sede del evento—, una instalación en su homenaje. Aquello lo sorprendió y lo agradeció muchas veces. Nati tuvo, sin duda, una excelente idea, pues le ofreció ese reconocimiento años antes de que el Instituto Nacional de Bellas Artes se lo hiciera con motivo de sus cincuenta años de trayectoria.
Ernesto discutía con muchos, y mucho. Conmigo también. En junio de 2011 dejamos de vernos. Seguramente fue por alguna estupidez de las que uno se toma a pecho y luego, con el tiempo, se revelan como simples pendejadas. Pero así ocurrió. A principios de marzo de 2012, empecé a pensar en él constantemente, hasta que un día, cuando ya no pude más, salí rumbo a su casa.
Toqué el timbre del edificio Comodoro, en la esquina de Medellín con Álvaro Obregón, en la colonia Roma. Subí al cuarto de azotea que él había adaptado como estudio y mini departamento, y entré. Lo vi muy delgado, lánguido, amarillo; le costaba trabajo respirar. Al acercarme para saludarlo con un beso, me detuvo:
—Tengo hepatitis —dijo.
Me hice hacia atrás. Comenzó a toser. Hablaba con dificultad, se sentía mal, y me dijo que se iba a morir.
—No digas pendejadas —le respondí—. Mala yerba nunca muere.
Le pregunté qué estaba comiendo. Me dijo que Jesús Tesoro, su amigo y compañero de toda la vida, le llevaba comida. Le prometí que hablaría con él.
Salí convencido de que Ernesto estaba grave. Traté de intervenir, y de eso no quiero hablar más. Lo cierto es que terminó internado en el Hospital General, y yo me enteré de su muerte 24 horas después, a través del periódico en el que escribió algunas de las mejores críticas de arte de México: La Razón. Vaya jugarreta de la vida. A Lozano le encantaba que se hablara de él, y muchas veces nos enterábamos de sus hazañas o tragedias a través de redes sociales o medios de comunicación. Así supe que había dejado de ser el pintor sonriente, el hijo entrañable, el creador alucinante, el polemista implacable, el activista formidable.
Lozano apoyó las luchas de los campesinos de Atenco, del pueblo de México en defensa de la democracia, y la causa de Andrés Manuel López Obrador contra el fraude electoral. Siempre marchaba con una bandera del arcoíris en las movilizaciones del D.F. Ernesto se enamoró de Córdoba, Veracruz, y fue aguerrido y combativo en su antiimperialismo.
Hace una semana murió el que fue mi mejor amigo. Y hoy, mientras pienso en homenajes y artículos que volveré a escribir sobre él, sé que ya no me leerá. Pero también sé que su leyenda apenas comienza a recorrer las calles y los campos del mundo. Ernesto no tuvo una nacionalidad en particular: nació en Cuba, vivió en México, pero amó a todo el planeta y a muchas de sus ciudades… y, por supuesto, a muchos de sus varones.
Descanse en paz el maestro del Pop Art de los iberoamericanos, mi maestro en los caminos de la sexualidad, el amigo sensacional y divertido, el amoroso militante de la libertad y el más genial y sorprendente ser humano que muchos tuvimos el privilegio de conocer.
Faltó que pintara más.
