Los Deshuevados – Segunda Parte



Manuel Garcia Estrada


La cobardía tiene mil rostros, pero uno de los más despreciables es el de aquellos que, creyéndose valiosos, no actúan. En el fondo, saben que no tienen el coraje para ponerse de pie, exigir respeto y defender el legado de sus ciudades y sociedades. Prefieren la cómoda sombra del silencio, la postura del espectador que critica sin arriesgar, del chismoso de quinto patio que jamás subirá a un estrado ni se medirá en un campo de batalla moral.

El mediocre espera que todo esté a sus pies para actuar. No se mueve hasta que la mesa esté puesta, hasta que el riesgo sea nulo, hasta que el resultado esté garantizado. Una absurda pretensión en un mundo regido por probabilidades absolutas, donde la certeza sólo pertenece a las matemáticas. Quien no se atreve a caminar en el terreno incierto de la vida no es digno de ella.

Su miedo los encierra en una jaula invisible. Quieren todo fácil, todo hecho, para mover apenas un dedo y sentirse grandes. Pero en esa comodidad se revela su miseria: se ven a sí mismos como inútiles y, al hacerlo, se condenan. Se deprimen, se victimizan, se regodean en su pequeñez como si fuera un refugio.

Son niños melindrosos disfrazados de adultos. Narcisistas que, incapaces de construir, se sabotean una y otra vez. Su frustración crece hasta convertirse en desolación. No quieren vivir de verdad: temen al cambio, a la lucha, a la posibilidad de perder. Temen, sobre todo, descubrir que no tienen lo que hace falta.

Pero el cambio es posible. Si desean dejar de ser deshuevados, deben empezar por creerse capaces, por entusiasmarse consigo mismos antes de pretender motivar a otros. Nadie confiará plenamente en ellos mientras no confíen en sí mismos.

Deben dejar de ser poquiteros con su propia vida. Trazar metas sin titubeos. Atreverse a soñar y a crear. Asumir que cada quién decide si será luz o sombra, grandeza o mediocridad. Quien no lo haga seguirá siendo una chinche, un piojo, dando saltitos pequeños en la oscuridad, sin jamás brillar.

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