Los mediocres militan en la idiotez y la cobardía
Manuel García Estrada
La mediocridad no nace sola: se cultiva. Se alimenta de obediencia ciega, de la cobardía de quienes bajan la cabeza cuando deberían levantar la voz. Se mantiene viva porque millones aceptan las reglas podridas de un juego amañado: un poder que roba, una sociedad que miente y una cultura hipócrita que premia al sumiso y crucifica al valiente.
El mediocre no pelea, justifica. No enfrenta, se acomoda. Prefiere arrodillarse antes que incomodar, porque teme perder las migajas que le arroja el sistema. Esos hombres creen que “estar en paz” es no incomodar al tirano, cuando en realidad es el silencio lo que alimenta al verdugo.
No hay espectáculo más triste que ver a un pueblo aceptar con docilidad cada abuso, como si fuera parte natural de la vida. Les suben los impuestos, les roban el futuro, los humillan con leyes y discursos, y aun así sonríen. Aplauden. Justifican. Se convencen de que “no hay de otra”. Esa frase es el himno de los esclavos.
Lo más repulsivo no es el poder corrupto, sino la masa que lo legitima. Porque el poder puede oprimir, pero solo triunfa cuando la gente se convierte en cómplice pasivo. La hipocresía social exige que seas dócil, que obedezcas, que sonrías en el funeral de tu propia dignidad. Y los mediocres lo hacen. Se visten de prudencia, cuando en realidad están desnudos de valor.
¿Quieres ver la raíz de la decadencia? No está en el palacio del gobernante, está en la sala de cada casa donde un padre enseña a sus hijos a callar, a aceptar, a no meterse en problemas. Así crecen generaciones enteras de hombres blandos, incapaces de decir “basta”, satisfechos con sobrevivir, orgullosos de no pelear, expertos en justificar su cobardía como si fuera sabiduría.
Pero hay una verdad brutal: el que calla, entrega. El que obedece, muere de pie sin darse cuenta. El que se adapta al abuso se convierte en engrane de la máquina que lo aplasta. Y al final, no queda nada. Ni respeto, ni carácter, ni historia. Solo la sombra de lo que pudo ser y nunca fue, porque eligió agachar la cabeza en lugar de romper cadenas.
