Coleccionismo de Arte y café: Hibridaciones para el siglo XXI.

Sam Rodríguez Irbigüen, Ciudad de México.

El arte y el coleccionismo en México no solo son prácticas estéticas o hobbies reservados para élites; son, en esencia, un acto de memoria y afirmación cultural. A través de los siglos, el coleccionismo ha contribuido a preservar las identidades visuales de nuestra nación, a mantener viva la tradición artística de distintas regiones, y a ofrecer al público general un acceso íntimo a la sensibilidad y la imaginación humanas. En este contexto, México destaca por una riqueza particular: la presencia de colecciones privadas que se han convertido en pilares de nuestro patrimonio cultural, no solo en museos oficiales sino también en espacios cotidianos como hoteles, cafeterías y restaurantes que han sabido integrar arte con hospitalidad.

La importancia del coleccionismo radica en su función como puente entre lo íntimo y lo colectivo. A través de una colección se ordenan pasiones, se da testimonio de una época, se construyen narrativas. En México, coleccionistas como Dolores Olmedo o Guillermo Tovar y de Teresa supieron entender que conservar arte no era solo acumular objetos, sino custodiar la memoria estética y espiritual del país. En sus respectivas casas-museo, ubicadas en Xochimilco y en el Centro Histórico de la Ciudad de México, se resguarda no solo arte virreinal, moderno y popular, sino también un espíritu curatorial que entrelaza lo personal con lo nacional.

La Casa Museo Dolores Olmedo, por ejemplo, es mucho más que un recinto: es una declaración de amor por Diego Rivera, por Frida Kahlo, por la cultura popular y por la vida misma. Allí conviven obras maestras, tradiciones prehispánicas y jardines con animales que convierten la visita en una experiencia total. Por su parte, la casa de Guillermo Tovar y de Teresa conserva no solo arte novohispano, libros antiguos y retratos decimonónicos, sino también una visión integral del coleccionismo como forma de ordenamiento del mundo. En ambas casas, el arte no se observa desde lejos: se vive.

Esta misma filosofía inspira a un nuevo tipo de coleccionismo que surge desde lo cotidiano y lo comunitario. Ejemplo emblemático de ello es Rococó Banco Cultural del Café, ubicado en Córdoba, Veracruz. Este espacio trasciende la idea tradicional de una cafetería para convertirse en un museo viviente, en un jardín del tiempo, en una instalación sensorial permanente donde el arte dialoga con el aroma del café y el susurro de la vegetación tropical. Aquí, el coleccionismo se convierte en hospitalidad radical, en resistencia estética y en curaduría emocional.

La colección de arte de Rococó se divide en dos grandes secciones que dialogan entre sí y con el entorno: por un lado, el arte figurativo, que incluye cerámica, pintura, fotografía, ilustración botánica, grabado y cafeteras antiguas; por otro, el arte bajo el efecto de la cafeína, una curaduría de piezas contemporáneas con una carga expresiva intensa, donde predomina lo abstracto, lo estridente, lo surreal, como si las obras mismas hubieran sido creadas en un instante de lucidez febril o de revelación hiperestésica. Esta segunda sección es especialmente única, ya que propone una teoría estética del café como catalizador creativo y se alimenta de artistas que han sido seleccionados por su capacidad de desbordar límites.

No se trata de un proyecto improvisado: la colección ha sido fortalecida gracias al trabajo de un staff especializado, con estudios en el Centro de Estudios 17, institución reconocida por su pensamiento crítico y su formación en artes visuales, y en Casa Lamm, uno de los centros académicos más prestigiosos del país en historia del arte y museología. Esta formación le da solidez teórica a cada elección, a cada montaje, a cada restauración. En Rococó no se exhibe por exhibir; se piensa, se contextualiza y se dialoga con el visitante.

Lo más notable es que esta colección no está confinada a los muros de Rococó. Ha sido solicitada y expuesta por gobiernos como el de Querétaro y el de la Ciudad de México, donde ha representado no solo a la cultura del café, sino también a una visión mexicana de hospitalidad estética. Cada préstamo de obra es una invitación a conocer la historia sensorial del café en México, desde su llegada a Veracruz hasta su papel actual como catalizador de cultura, economía e identidad.

Esta colección abarca un espectro temporal que va desde 1540 hasta la actualidad, lo cual le confiere una narrativa histórica amplia que permite ver los cambios en la representación artística, en las técnicas y materiales, y en la simbología del café en México y en el mundo. En ese sentido, Rococó es también un archivo del tiempo, una línea de vida contada a través del arte.

El valor de esta propuesta va más allá de su contenido estético. Rococó ofrece una atmósfera donde se fusiona la naturaleza con la experiencia museística, creando un refugio sensorial en medio del ritmo frenético contemporáneo. En sus espacios se puede tomar un capuchino mientras se contempla una obra barroca, o discutir una idea rodeado de follaje, cerámica antigua y arte contemporáneo. Este ambiente, deliberadamente maximalista, actúa como un filtro natural: la clientela que permanece es aquella que desea preguntarse sobre su lugar en el espacio-tiempo, sobre lo bello, lo transitorio, lo esencial.

En un país donde muchas veces el acceso al arte está restringido a los grandes centros urbanos o a instituciones oficiales, proyectos como Rococó permiten una democratización sensible del arte, sin trivializarlo. Es una pedagogía de lo visual, una invitación a mirar con atención, a saborear el detalle, a detenerse. El arte, así, deja de ser un adorno o un fondo, y se convierte en protagonista.

Esta tendencia de espacios híbridos —cafeterías, hoteles, restaurantes que también funcionan como galerías o museos— se expande como una necesidad del siglo XXI. En un mundo hiperdigitalizado, la experiencia estética necesita ser encarnada, vivida, saboreada. Por eso, hoteles que coleccionan arte como el Downtown en Ciudad de México, o restaurantes como Pujol que integran piezas de diseño contemporáneo, no son simples lujos: son declaraciones culturales.

Volver al coleccionismo como gesto íntimo y político es, en efecto, un acto de resistencia ante la homogeneización de la experiencia. Cada colección cuenta una historia, y cada objeto resguardado tiene algo que decir sobre el momento en que fue creado y sobre quien lo conservó. México, con su historia rica y tumultuosa, necesita más espacios como Rococó, donde se conjuguen la memoria, el arte, el placer y la conversación.

En resumen, el coleccionismo en México no es cosa del pasado. Está vivo, se reinventa, se hibrida. En casas-museo, en colecciones privadas, en galerías alternativas, y ahora también en cafeterías culturales como Rococó Banco Cultural del Café, el arte encuentra nuevas formas de habitar y ser habitado. Y quienes se atreven a entrar en estos espacios, quienes se sientan en sus sillones barrocos o caminan entre sus muros verdes y obras centenarias, no solo beben café o admiran pintura: participan de una ceremonia estética que redefine el modo en que vivimos el arte en México.

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