Córdoba: el choque de dos épocas y la batalla por el porvenir
Manuel García Estrada
En Córdoba, Veracruz, dos épocas convergen con la brutalidad de una batalla final. La ciudad, que alguna vez fue bastión de grandeza histórica, se encuentra hoy dividida entre los ecos de un pasado que se pudre en su propio narcisismo y el ascenso de nuevas generaciones que, con inteligencia, sensibilidad y coraje, se niegan a aceptar la decadencia como destino. La vieja Córdoba, esa que aún se mira al espejo como aristocracia sin linaje, sin cultura y sin vergüenza, agoniza entre sus ruinas, aferrada a los títulos vacíos, a las herencias burocráticas y al oropel oxidado de sus antiguos poderes.
Allí sobreviven los pseudoartistas, los pseudointelectuales, los seudopolíticos de siempre. Los mismos nombres reciclados, las mismas familias enquistadas, los mismos discursos huecos. Se venden como defensores de la cultura mientras entregan la ciudad a la improvisación y el oportunismo. Pretenden ser herederos de la élite, cuando en realidad son los sepultureros de una Córdoba que, si no resiste, será enterrada bajo toneladas de mediocridad.
Frente a ellos surge, como lava, una generación beligerante y lúcida. No provienen del poder ni del aplauso fácil. Son los autodenominados marginales, herederos del espíritu indomable de cronistas como Rosa Galán o Aquileo Rosas, de artistas como Rodolfo Cruz Toledano, quienes jamás se doblegaron ante el poderoso ni prostituyeron su obra para congraciarse con el sistema. Hoy sus descendientes simbólicos no habitan los salones de los favores, sino las trincheras de la palabra, la imagen, la música, el café, la educación independiente, el barrio recuperado, la banqueta pensada como ágora.
El trono del futuro está en disputa. No es sólo una metáfora: es el conflicto entre quienes quieren seguir manejando la ciudad como botín y quienes están dispuestos a convertirla en una joya del porvenir. La batalla es visible en cada calle invadida por basura o recuperada por vecinos, en cada evento cultural que se convierte en mercado barato o en espacio de conciencia, en cada taza de café que se sirve como experiencia estética o como mero trámite de consumo.
Una sociedad se va, y no es la nobleza verdadera, sino su parodia tardía: la de los que confundieron linaje con impunidad, cargos con poder, cultura con decorado. Se van arrastrando sus nostalgias empolvadas, sus diplomas plastificados y sus aplausos entre compadres. En su lugar emerge una sociedad más despierta, más conectada con los problemas reales, más dispuesta a pagar el precio de la transformación. No quieren más simulaciones, no quieren más discursos reciclados: quieren acciones, belleza, verdad.
Córdoba merece más. Merece volver a ser la Capital del Café, pero no desde el marketing, sino desde la dignidad. No desde el “turismo de escaparate”, sino desde la reinvención profunda de su identidad: el café como cultura, como símbolo de hospitalidad, como emblema de calidad, como experiencia sensorial y espiritual. Esa batalla no la librarán los que están atados a un escritorio, sino quienes ya están en la calle, en la barra, en la libreta, en la conversación, en la resistencia.
No es una época más. Es el momento. Y Córdoba, por fin, está eligiendo entre seguir hundida en el pantano del autoengaño o coronarse otra vez, pero esta vez no por nostalgia, sino por mérito.
Porque una nueva ciudad no nace con discursos, sino con ciudadanos dispuestos a vivir, pensar y pelear como reyes.
