Córdoba, siglo XX: Cuando la época dorada de la cultura cordobesa terminó en 2007
Manuel García Estrada
Córdoba, Veracruz, vivió durante el siglo XX una de las épocas culturales más brillantes de su historia. Conocida como «La ciudad de los 30 caballeros», fue también cuna de intelectuales, músicos, poetas, pintores y cronistas que supieron dar lustre a una sociedad orgullosa de su identidad. Las tertulias, los cafés literarios, los círculos de lectura, las galerías de arte y los recintos culturales municipales eran espacios vivos, vibrantes, donde se gestaba una visión de ciudad que trascendía lo inmediato. Todo esto comenzó a apagarse con el cambio de siglo y terminó abruptamente en 2007.
Durante gran parte del siglo XX, Córdoba fue un referente cultural del estado. Desde figuras como Aquileo Rosas, cronista de una ciudad que amaba profundamente aunque era originario de Chocamán, hasta artistas como Rodolfo Cruz Toledano y sus talleres de pintura que jamás se rindió ante la banalidad del poder, la ciudad mantenía una élite cultural sólida, formada y comprometida. Las escuelas públicas contaban con maestros humanistas, las casas eran bibliotecas vivas y la prensa local tenía plumas que sabían conjugar la crítica con la estética, ejemplos son León Sánchez Arévalo, Rosa Galán, Gino de Gasperin, Paz Karina Peláez, Fernando Pérez Barragán o Jorge Ferrer. Pintores sobresalientes como Miguel Tress o Jaime Sánchez.
Pero esa Córdoba luminosa comenzó a morir lentamente con la llegada de una nueva generación política y burocrática que hizo del desprecio al conocimiento una bandera. A partir de 2007 se institucionalizó la mediocridad: se premiaron las cuotas partidistas por encima del mérito, se cancelaron proyectos culturales ambiciosos, se dejó morir la infraestructura artística y se marginó a los creadores con voz propia. El golpe fue brutal.
La coordinación de cultura local se convirtió en un botín. Los espacios de exposición fueron reducidos a cascarones vacíos o entregados a colectivos improvisados que disfrazaban su ignorancia de activismo. Se rompió el vínculo entre cultura y ciudadanía. Las ferias del libro dejaron de invitar autores relevantes. Los festivales fueron tomados por funcionarios sin formación. La calidad se sustituyó por lo anecdótico. Los programas dejaron de exigir para simplemente entretener. En 2016 incluso se evidenció que la carencia de ideas provocó la copia de proyectos entregados a las autoridades con afán de servir y acabaron sirviéndose de ellos para su beneficio y manipulación de masas.
Desde entonces, Córdoba ha sido rehén de una pseudocultura promovida por improvisados, “gestores” sin lecturas, “artistas” de selfie y “intelectuales” sin obra. Se consolidó una oligarquía de lo banal que se atrinchera en sus cargos públicos para impedir la emergencia de voces nuevas, críticas y brillantes. En lugar de cronistas con visión, tenemos a repetidores de lo obvio; en lugar de poetas, a plagiarios de redes sociales; en lugar de pintores, básicamente no tenemos nada.
La cultura cordobesa del siglo XX no fue perfecta, pero sí digna. Tuvo errores, claro, pero también altura, rigor y amor por el arte. Lo que vino después fue una traición a esa herencia. La fecha simbólica de su derrumbe, 2007, marca el momento en que la ciudad dejó de apostar por la excelencia y eligió el camino más fácil: la superficialidad.
Hoy, en pleno siglo XXI, urge una nueva generación que se atreva a retomar el hilo perdido. Córdoba merece volver a pensarse como Capital del Café y de la Cultura, no como un campo de ruinas lleno de egos heridos y simuladores sin vocación. Para reconstruirla habrá que mirar atrás, pero con ojos de futuro. Porque la ciudad que un día fue faro, no debe conformarse con ser sombra.
