Leer para vivir: el arte de inspirar a los niños a través de los libros
Manuel García Estrada
En un mundo hiperconectado, lleno de pantallas que entretienen pero pocas veces educan, leer se ha convertido en un acto casi heroico. Para los niños, el hábito de la lectura no nace de la nada, ni surge por imposición: se construye. Y esa construcción comienza, irremediablemente, en casa. No hay receta más efectiva para formar lectores que el ejemplo cotidiano. Los hijos de padres lectores tienen muchas más posibilidades de desarrollar amor por los libros, no porque se les obligue a leer, sino porque lo ven como parte natural de la vida. En esos hogares, los libros no son adornos, son puertas. No están arrumbados, están vivos, abiertos, circulando.
Una madre o un padre que lee en voz alta, que disfruta una novela, que comparte un poema o que comenta lo que está leyendo, transmite a su hijo un mensaje silencioso pero contundente: leer importa. Y ese mensaje no puede ser reemplazado por ningún maestro, por más comprometido que esté. La lectura no es solo una técnica o una habilidad escolar; es una forma de mirar el mundo, de habitarlo con más profundidad y sensibilidad.
En la escuela ocurre lo mismo. Los docentes que leen —no por obligación, sino por convicción— son los únicos capaces de despertar el gusto por la lectura en sus alumnos. A través de la llamada “currícula oculta” —ese conjunto de valores, gestos, actitudes y hábitos que no están escritos en ningún programa pero que se enseñan todos los días—, los maestros lectores modelan en sus estudiantes un vínculo diferente con los libros. No es lo mismo que un profesor imparta clases con manuales repetidos, que uno que llega emocionado por el último libro que leyó y lo conecta con el mundo del aula. La diferencia entre formar lectores o solo repetidores de información está en ese entusiasmo que no se enseña, se contagia.
Cada libro tiene su tiempo. Los niños pueden comenzar su viaje lector con libros sin palabras, con imágenes potentes que despierten su imaginación, hasta llegar —con paciencia y acompañamiento— a textos densos, ricos en significados, sin ilustraciones. Forzar procesos solo genera frustración; acompañarlos con respeto y sensibilidad genera lectores vitalicios.
Un lector —y esto lo demuestran múltiples estudios y observaciones— tiene fortalezas que lo distinguen del resto. Aquí tres fundamentales:
- Capacidad de concentración y profundidad: mientras el entorno promueve la distracción y la gratificación inmediata, el lector aprende a sostener su atención, a ir más allá de la superficie, a profundizar en ideas y emociones. Esta capacidad lo convierte en alguien más reflexivo y analítico.
- Mayor empatía y sensibilidad emocional: quien lee historias ajenas comprende mejor los dolores, sueños y luchas de los demás. La lectura amplía el mapa emocional del ser humano y lo vuelve más humano, más cercano, menos indiferente.
- Pensamiento crítico e independencia intelectual: el lector no repite lo que escucha; lo filtra. Tiene criterio propio, porque ha leído otras versiones, otras épocas, otras culturas. Sabe dudar, argumentar y, sobre todo, elegir.
Inspirar a leer es, en el fondo, inspirar a vivir mejor. Porque leer no es solo entender palabras: es entenderse a uno mismo y al mundo. Por eso, cada hogar y cada aula que fomenta la lectura está formando seres humanos más libres, más sabios y más felices. Y eso, hoy más que nunca, es urgente.
