Sor Juana, genio de Hispanoamérica

María Julieta Pons Herrera, Monterrey, México.

En el vasto panorama de las letras universales, pocas figuras brillan con la intensidad de Sor Juana Inés de la Cruz. Su genio no se circunscribe al ámbito novohispano ni al contexto colonial, sino que desborda todo límite temporal y geográfico. Sor Juana representa la inteligencia libre, la pasión por el conocimiento y la capacidad creativa desatada en una época que exigía sumisión, ignorancia y obediencia. Fue mujer, fue ilustrada, y fue libre. Y por esos tres pecados imperdonables —ser mujer y no ser sumisa, ser ilustrada y querer saber más, no querer casarse por sus convicciones e intereses personales— fue perseguida, reprimida y, en cierto modo, sepultada bajo siglos de olvido selectivo. Hoy más que nunca, es urgente restituir su grandeza como el mayor genio literario de Hispanoamérica.

Una infancia entre libros prohibidos y ansias infinitas

Juana Ramírez de Asbaje (referido este apellido también como Asuaje) nació en 1648 en San Miguel Nepantla. Desde temprana edad reveló un apetito intelectual que asombraba e incomodaba. Aprendió a leer a los tres años y devoró los libros de la biblioteca de su abuelo. Cuando no tenía acceso a textos, se inventaba recursos: aprendía latín en secreto, estudiaba lógica con el impulso de quien no teme a lo abstracto. A falta de maestros, Juana se convirtió en su mejor maestra.

El conocimiento, para ella, era un acto íntimo de libertad. No lo perseguía para brillar socialmente o escalar jerarquías. Lo buscaba porque quería comprender el mundo. Porque sabía, intuitivamente, que quien comprende no se deja dominar.

Su ingreso al convento: elección radical de libertad

Negarse al matrimonio en el siglo XVII no era una rebeldía menor. Era declararse fuera del orden social establecido. Sor Juana lo hizo con claridad: no quería ceder su cuerpo ni su tiempo a las exigencias domésticas. Ingresó al convento no por vocación religiosa, sino como estrategia para obtener algo que era un lujo en su tiempo: tiempo para leer, pensar y escribir. Su celda en San Jerónimo se convirtió en un centro de estudio, un laboratorio poético, un foro de ciencia y filosofía. No hubo tema que no abordara: astronomía, teología, música, cocina, matemáticas, derecho canónico. Su universo intelectual fue inmenso.

Su poesía, barroca y compleja, es también un alegato a favor del pensamiento individual. En versos inmortales denunció el doble estándar moral que juzga con dureza a la mujer que piensa, mientras aplaude la ignorancia vestida de virtud. En cada palabra, Sor Juana defendía su derecho a existir como mente autónoma.

El pecado de saber más de lo que se le permitía

Sor Juana no fue perseguida por hereje. Fue silenciada por sabia. Su correspondencia con intelectuales, sus respuestas teológicas, sus tratados filosóficos le granjearon admiración… y enemigos. La Iglesia de su tiempo no podía tolerar que una mujer le discutiera a los doctores varones. El famoso obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, disfrazado como Sor Filotea, le exigió que se callara y se dedicara a los rezos. Ella respondió con la «Respuesta a Sor Filotea de la Cruz», una de las piezas más brillantes de la literatura hispánica.

Ahí no solo se defiende, sino que argumenta con una solidez lógica apabullante que su deseo de saber no era soberbia, sino vocación. Que no era rebeldía, sino amor. Ese texto, lejos de ser una apología, es un manifiesto. Y en él Sor Juana se eleva como una figura universal: la mujer que reclama su derecho al pensamiento.

Sor Juana y la libertad del Yo

En un mundo que castigaba la individualidad, Sor Juana encarnó la libertad del Yo. No fue un engranaje dentro de un colectivo. No buscó consagrarse como parte de una comunidad. Fue, ante todo, persona. Singular, única, irrepetible. Su obra no tiene la ambición de ser representativa. Tiene la audacia de ser profundamente personal.

Esa apuesta por el Yo es la que la convierte en un faro para nuestros tiempos. Porque hoy, como ayer, el mundo pretende disolver a las personas en masas, en causas, en ideologías que anulan la diferencia. Sor Juana, en cambio, nos recuerda que el primer acto de rebeldía es pensar por uno mismo. El segundo, decirlo en voz alta.

Contra la sumisión, contra el conformismo

Sor Juana no fue mártir. Fue combatiente. No aceptó el lugar que le asignaron. Lo subvirtió. Por eso su historia incomoda: porque expone lo que aún no hemos resuelto. La condena que vivió —silencio forzado, censura, aislamiento— sigue operando en otras formas en muchas mujeres y hombres que se atreven a pensar distinto. En lugar de convertirla en figura de museo, deberíamos leerla como instructora del espíritu crítico.

Sor Juana fue feroz con los dogmas, implacable con la mediocridad, intolerante con la ignorancia consentida. Su exigencia era siempre hacia lo alto: el saber, la verdad, la belleza. Y todo ello no lo reclamaba para un grupo, sino para sí misma, como derecho de nacimiento de todo ser humano.

Conclusión: Sor Juana, espejo del individuo libre

En estos tiempos de ruido, de consignas repetidas, de cultura fácil y pensamiento perezoso, Sor Juana es un desafío. No encaja en ideologías prefabricadas ni en discursos de moda. Su figura reclama profundidad, autenticidad y una vida intelectual comprometida con la libertad. Es espejo para el individuo libre: para quien no se conforma, para quien se atreve a ser distinto, para quien busca con pasión las respuestas que otros prefieren no formular.

Sor Juana no murió en 1695. Vive en cada lector que se niega a obedecer sin pensar, en cada mujer que elige su destino sin pedir permiso, en cada mente que convierte la curiosidad en deber moral. Hispanoamérica la vio nacer, pero el mundo entero la reconoce hoy como una de sus más altas cumbres.

No fue solo monja, no fue solo poeta. Fue y es genio. Genio de Hispanoamérica. Y eso —como su inteligencia— nadie se lo puede arrebatar.

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