¿Cómo llegamos a este nivel de idiotez?
Manuel García Estrada, escrito en 2023 y más vigente que nunca.
No es fácil aceptar que gente preparada, incluso ilustrada, siga atrapada en la propaganda de lópez obrador*. Pero ahí están, y no dejan de sorprendernos.
Pejezombies por orgullo
Cuando conocí a Medardo, me impresionó su trayectoria como ejecutivo de una trasnacional y su visión del mundo como viajero incansable. Era originario de Guerrero y abrazó el obradorismo entre 2008 y 2012, cuando despertó a la política. Todo lo anterior le parecía un rumor del pasado: apenas tenía noción de lo que ocurrió antes del año en que encendió su radar ciudadano.
Se hartó del PRI, PAN y PRD al ver cómo su estado no progresaba, y cómo el saqueo al erario era constante. Se sumó al movimiento de lópez obrador no por convicción, sino por rechazo visceral a los otros. Financiaba con su propio dinero la causa: hacía videos, carteles, cualquier cosa para denunciar a la «PRIdictadura» y sus derivados, incluyendo al PRD y al PAN.
Medardo no sabía cómo habían surgido el PVEM, Convergencia (hoy MC), ni el PT. Creía que, al estar del lado de obrador, todos compartían los ideales del cambio. Cuando lópez se peleó con Dante Delgado, Medardo lo siguió sin chistar.
La narrativa del resentimiento: cuando el odio al PRIANRD se vuelve ideología
Con el paso del tiempo, el odio de Medardo al PRIANRD creció hasta convertirse en su única brújula ideológica. Terminó distanciándose de su familia y rodeándose exclusivamente de personas afines al obradorismo. En ese entorno cerrado, no era extraño escuchar afirmaciones como: “lópez obrador nunca se equivoca”. Se trataba de un círculo de creyentes, no de ciudadanos críticos.
Muchos de ellos se asumían como marxistas, vivían en viviendas de interés social, con escasos recursos y limitado acceso a bienes culturales, pero se proclamaban como los redentores de la patria. Lo que descubrí al observarlos fue un patrón reiterado de resentimiento social, una identidad construida desde el enojo más que desde la propuesta. En sus casas abundaban el desorden, la falta de libros —salvo algunos panfletos de Taibo o textos del propio obrador— y la ausencia de cualquier señal de crecimiento o voluntad de superación. Mientras declaraban que “leer es fundamental”, evitaban hacerlo. Se informaban con La Jornada o consumían noticieros solo para descalificarlos.
No debatían sobre república, democracia, derechos humanos o futuro educativo. Sus discusiones políticas eran simples corrillos de chismes y acusaciones. Muchos trabajaban en niveles bajos de la burocracia, defendiendo a ex perredistas reciclados en morena, más por lealtades serviles que por convicciones políticas.
La esposa de Medardo, usuaria cotidiana del Metro de la Ciudad de México, se quejaba amargamente —antes del triunfo de Sheinbaum— de las fallas constantes: escaleras eléctricas descompuestas, trenes lentos, instalaciones deterioradas. Pero una vez que morena asumió el poder, aunque nada mejoró, ella dejó de quejarse. “Hay que apoyar al movimiento”, decía. El confort del autoengaño pesó más que la evidencia del deterioro. Ni la tragedia de la Línea 12 ni los constantes incidentes por desvío de recursos la hicieron reflexionar. La lealtad política sustituyó al sentido común.
A principios de 2019, cuando obrador ya comenzaba a defraudar a muchos, Medardo me confesó que no estaba de acuerdo con muchas cosas, pero que seguía en su papel de pejezombie porque no podía traicionar su historia. Callaba lo malo, compartía lo oficial, y se sumaba al ejército de linchadores digitales. No por convicción, sino por orgullo. Era prisionero de sus propias elecciones.
Hoy, en 2023, Medardo y su esposa continúan apoyando a obrador, a pesar de tener plena conciencia de que el país no ha mejorado. Guerrero, su estado natal, es hoy un territorio fallido. Ellos lo saben. También saben que el AIFA no les sirve para sus viajes, y siguen usando el AICM. Pero no importa: se aferran al discurso. Como si el orgullo, en su forma más estéril, fuera el último bastión de una ideología que ya naufragó.
Es irónico: quienes antes exigían libertad de expresión hoy la persiguen con saña. Buscan aplastar cualquier voz crítica, no porque tengan argumentos, sino porque necesitan sentirse dueños de una razón que se les escapa a cada paso. Lo único que exhiben es una autoestima colapsada, una agresiva ignorancia y un desprecio profundo por la inteligencia y la voluntad de prosperar.
Frente a este tipo de personas, sin construcción racional ni diálogo posible, la discusión pública se vuelve inviable. Cuando se les enfrentan hechos, recurren a la evasiva, mezclan temas o recitan la propaganda oficial. La realidad —como a lópez obrador— también los alcanzó.
Los sesentayocheros rancios: del marxismo juvenil al servilismo senil
En 1968, muchos de los jóvenes que encabezaron la revuelta estudiantil eran, paradójicamente, hijos de la clase media o alta. Contaban con el respaldo económico de sus padres para estudiar y, desde esa comodidad, se creyeron revolucionarios. Pedro fue uno de ellos. Medio siglo después, se aferra a su marxismo envejecido, convencido de que el comunismo sigue siendo una solución viable para México, a pesar del rotundo fracaso histórico del modelo.
El muro de Berlín, levantado en 1961 para impedir el éxodo masivo de alemanes del este hacia la libertad occidental, fue el símbolo más crudo del colapso moral del marxismo. La caída del muro expuso también las ruinas de Cuba: una nación sumida en el hambre, la corrupción, el colapso sanitario y la represión. Pero Pedro y sus compañeros, ya viejos y tercos, siguen defendiendo todo aquello que les hace sentir que tienen razón, aunque los hechos les griten lo contrario.
Pedro nunca fue emprendedor. No sabe lo que significa generar riqueza, ni construir algo desde cero. Cuando su esposa intentó sacar adelante una pequeña empresa, él trató de apropiársela. Y cuando ella falleció, se quedó con el negocio… para cerrarlo. Porque no entendió nunca que crear riqueza requiere trabajo, esfuerzo y visión. En su mundo, la burocracia es el espacio ideal: donde no se produce, solo se gasta. Donde se conspira, pero no se innova. Donde los salarios se pagan con dinero que otros generan: los contribuyentes, las micro, pequeñas y grandes empresas que financian a ejércitos de burócratas mediocres, protegidos por sindicatos.
Así, Pedro, incapaz de producir un solo peso por mérito propio, defiende el marxismo con una convicción patética, como quien exige lo que jamás ha sabido construir.
Primero se sumó al PRD, luego abrazó a López Obrador con la esperanza de encontrar un “hueso”. Su discurso, siempre encendido contra el poder, se apagó cuando pudo vivir de él. Hoy defiende sin pudor a ladrones de cuello guinda, a funcionarios ineptos, burdos o negligentes, siempre que sean útiles al político en turno. Para Pedro, lo importante no es la capacidad ni el servicio público, sino la lealtad al patrón. Su ideal: una corte de servidumbre, esclavos funcionales que vivan agradecidos por la quincena.
Ya viejo, amargado por los cargos menores que ha recibido, sigue lamiendo las botas del régimen obradorista, mendigando una plaza para su hijo, aquel joven de pancarta en mano que gritaba loas al Che Guevara. Hoy ese hijo, sin mérito ni vocación, también espera que el sistema le consiga un trabajo… aunque sea de porro.
Pedro es la caricatura trágica del revolucionario frustrado. Un fósil ideológico que defiende, desde su mediocridad, la imposición de un modelo fracasado, con el visto bueno de intereses extranjeros que mantienen a México estancado. Porque, claro, para él la culpa siempre será del «imperialismo yanqui», y con esa consigna vacía se lava las manos y el alma. No importa que su postura sirva —paradójicamente— a los mismos intereses que dice combatir. En el fondo, es solo un peón de una estrategia ajena, convencido de ser libertador de una patria que no ha hecho más que lastimar con su ignorancia.
Pedro defiende a López Obrador en todo. Quizá lo mueve el hambre, el rencor o el orgullo estúpido del vencido que no quiere admitir su error. Hoy es uno más de esos sumisos del sistema que antes criticaba, integrado dócilmente a un nuevo PRI teñido de guinda.
Combatió al viejo PRI desde la trinchera del marxismo. Hoy, bajo el mismo pensamiento, sirve al nuevo régimen que ha reciclado las prácticas autoritarias de ayer. Ya no es rebelde ni revolucionario, es una rémora, un zángano ideológico que pretende imponer su esquizofrénico ideal de una sociedad jodida… que viva como él: pequeño de carácter, derrotado por la vida y orgulloso de su propia estupidez.
- los nombres de los traidores a la patria siempre se escriben en minúsculas
