El sinsentido de una industria cafetera dirigida por quienes no beben café
Manuel García Estrada
En ninguna otra industria sería tolerable una contradicción tan grotesca: contratar a personas que no consumen el producto central del negocio. ¿Podríamos imaginar a un chef que detesta la comida, a un sommelier que odia el vino o a un escritor que desprecia los libros? Sin embargo, en el mundo del café —ese universo que exige sensibilidad, conocimiento, experiencia sensorial y vínculo emocional— es cada vez más común encontrar a baristas, administradores, gerentes e incluso directivos que no beben café.
Y esta no es una simple curiosidad: es una señal del profundo vacío que ha contaminado el alma de muchas cafeterías, empresas e instituciones del sector. Un vacío de pasión, de criterio y de verdad.
El error de contratar desde el CV y no desde el paladar
En los procesos de contratación actuales, especialmente en grandes cadenas y empresas, predomina una lógica corporativa que reduce al ser humano a un currículum. Se revisan hojas de vida, certificados, experiencia administrativa, manejo de inventarios, habilidades blandas… pero nadie pregunta por lo más importante: ¿Amas el café? ¿Lo tomas? ¿Lo entiendes? ¿Lo sientes?
Una persona que no bebe café no puede transmitirlo, no puede venderlo con autenticidad, no puede formar parte real del rito que significa prepararlo y compartirlo. Su vínculo es mecánico, ajeno, frío. Y cuando una industria tan sensorial como la del café se llena de personas desconectadas del producto, el resultado es inevitable: mediocridad, inconsistencia, pérdida de identidad.
El barista impostor y el administrador apático
Entrar a una cafetería y ver tras la barra a un barista que no toma café es como entrar a una librería atendida por alguien que jamás ha abierto un libro. No importa cuántos cursos tenga, si su latte art es bonito o si maneja bien la caja. Si no tiene una relación viva con el café, está actuando. Y el cliente lo nota.
Del otro lado, en los puestos administrativos o gerenciales, la situación no mejora. Personas que no beben café tomando decisiones sobre perfiles de tostado, compras de grano, rutas de comercialización o planes de marketing. Todo basado en números, tendencias, manuales… pero sin alma.
El resultado: cafeterías que se ven bien en Instagram pero sirven tazas insípidas. Franquicias que venden “experiencia” pero sin profundidad. Empresas que exportan café sin conocer su aroma, sin saber cómo se transforma en taza.
La pasión no se enseña: se reconoce
Uno de los grandes errores del mundo del café es creer que la técnica sustituye a la pasión. Pero lo técnico sin lo sensible es automatismo. El buen café exige conocimiento, sí, pero sobre todo exige una devoción por los detalles, una entrega emocional, una relación constante con el producto. Quien no bebe café no está comprometido con la experiencia real, sino solo con su sueldo.
Y eso es lo que ha matado muchos negocios: emprendedores que contratan por conveniencia y no por conexión. Que prefieren a alguien “administrativamente funcional” antes que a alguien que respira café. Que temen a la intensidad del apasionado y se sienten cómodos con la tibieza del indiferente.
El café es una cultura, no solo un producto
Hay que repetirlo: el café no es solo una bebida. Es una cultura. Es historia, es ciencia, es arte, es territorio, es comunidad. Por eso, trabajar en café exige una forma de vida, no una mera ocupación. La gente que ha transformado el mundo del café —desde los pequeños productores hasta los campeones de barismo— es gente que ama, consume y respeta el café como parte de su identidad.
Una industria que prescinde de esa vivencia está condenada a vaciarse de contenido. Y eso ya está pasando. Muchos espacios están llenos de máquinas caras, mobiliario elegante, protocolos importados… pero vacíos de verdad. Son cafés donde el personal habla de “acidez brillante” sin haber probado un café lavado de Chiapas, donde nadie sabe explicar la diferencia entre un natural y un honey, donde los clientes reciben un producto automatizado, sin alma, sin calidez.
¿Cómo se cambia esta tendencia?
Primero, rompiendo con la lógica corporativa deshumanizante. Se debe contratar desde la pasión, desde la vivencia, desde la afinidad real. Un barista que toma café todos los días, que experimenta, que conversa sobre perfiles, que se emociona con una nueva variedad, vale más que diez candidatos con cinco cursos pero sin alma cafetera.
Segundo, revalorando el compromiso con el café como un criterio de excelencia. Las cafeterías deberían tener un principio claro: solo trabajamos con quienes beben café, lo respetan y lo conocen. Esa simple regla elevaría la calidad del servicio, la coherencia del proyecto y la fidelidad del cliente.
Tercero, hay que formar desde la emoción. En lugar de llenar de tecnicismos a gente sin pasión, hay que encender el fuego de la curiosidad en quienes ya tienen una relación viva con el café. La técnica puede enseñarse, pero el amor al café es algo que ya debe habitar en quien se suma al proyecto.
Conclusión: el café merece verdad
La industria del café en México y en el mundo necesita una limpieza profunda: menos hojas de vida y más vidas verdaderamente comprometidas. Menos administradores lejanos y más enamorados del grano. Menos baristas robots y más artistas sensoriales. Porque el café no es solo un negocio: es un lenguaje.
Y para hablarlo bien, hay que beberlo.
