Gran reseteo: la poesía, nuestra única esperanza

Manuel García Estrada

I

La poesía como libertad interior

La poesía libera. No solo adorna el lenguaje ni embellece las emociones: las revela, las eleva, las redime. Es la voz más íntima del espíritu cuando se atreve a hablar sin censura, sin miedo, sin ataduras. En un mundo saturado de ruido, cifras, consignas y automatismos, la poesía abre grietas luminosas por donde puede respirar la conciencia. Nos recuerda que la palabra no nació para mentir ni para obedecer, sino para cantar, para nombrar el dolor y la esperanza, para esculpir sentido en medio del caos.

La poesía es bandera de libertad porque no se doblega ante las imposiciones del poder ni ante las modas del pensamiento fácil. Cada verso es una chispa que puede incendiar los muros de la costumbre o abrir los ojos a quien camina dormido. Cuando un pueblo pierde la poesía, pierde también la capacidad de soñar, de imaginar, de rebelarse desde lo más profundo de su alma. Y cuando un individuo encuentra en un poema el reflejo de su lucha o la metáfora de su anhelo, algo se despierta: la certeza de que no está solo.

El poeta no dicta normas, abre caminos. Crea mundos no como evasión, sino como alternativa. La poesía es el laboratorio del alma, donde se ensayan otras formas de habitar el tiempo, de mirar al otro, de pronunciar lo sagrado. Por eso incomoda a los mediocres, a los burócratas del lenguaje, a los dueños de la verdad. Porque sabe que cada palabra viva puede ser un acto de insurrección.

La poesía no es ornamento: es un arma, una brújula, una lámpara. Es el territorio de los que no se conforman. Es el espacio donde el espíritu se reconoce libre y creador. Y eso, en tiempos de servidumbre disfrazada de confort, es una revolución silenciosa.

II

La poesía como esperanza última

Cuando todo se oscurece —la política, la cultura, las relaciones humanas— y el alma se retira asfixiada por un mundo de algoritmos y simulacros, la poesía permanece. Silenciosa, viva, incorruptible. Es la última esperanza para quienes aún saben amar, para quienes intuyen que el corazón humano no será jamás una producción en serie, ni podrá ser reemplazado por ninguna inteligencia artificial, por más precisa o seductora que parezca. Porque la poesía no replica: crea. No calcula: intuye. No obedece: sueña.

Osho decía: “La poesía es la música del alma y el alma no tiene explicación”. Por eso la poesía sigue siendo el faro para quienes se niegan a convertirse en máquinas de consumo o en cuerpos domesticados por el éxito fácil. En su misterio vibra una promesa: aún podemos ser humanos, aún podemos sentir, aún podemos decir “te amo” sin ironía.

Lo sabían Los Contemporáneos, ese grupo de poetas mexicanos que, en pleno siglo XX, se atrevió a defender el arte como forma de resistencia espiritual. Jorge Cuesta, con su rigor apasionado, Salvador Novo con su ironía exquisita, y Octavio Paz con su visión del tiempo como experiencia interior, nos recordaron que la poesía es un lugar donde la conciencia puede pensar, amar y reinventarse. Paz escribió: «El mundo cambia si dos se miran y se reconocen», y ese milagro ocurre, siempre, en el territorio de la poesía.

Sabines, el más humano de todos, escribió desde las entrañas: «Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino». Solo un poeta así puede advertirnos del vacío que viene cuando el mundo olvida el alma.

La poesía es el último santuario. El único lenguaje que no puede ser comprado ni censurado del todo. Donde los desalmados fracasan, los poetas perseveran. Porque mientras haya alguien que se atreva a escribir desde el abismo con amor, habrá luz. Y esperanza.

III

La poesía como estandarte de los guerreros del fin de los tiempos

En la era del algoritmo, donde todo se mide, se etiqueta y se optimiza, la poesía se alza como el estandarte de los últimos guerreros: los que aún tienen alma. Guerreros del espíritu, no de la guerra; defensores del fuego interior, no de la violencia vacía. La poesía es su arma secreta, su escudo invisible, su refugio sagrado. En un mundo cada vez más robotizado, donde la enajenación se confunde con éxito y la conectividad ha sustituido a la presencia, la poesía recuerda que seguimos siendo humanos, falibles, sensibles, rotos y capaces de amar con locura.

Umberto Eco lo advirtió con claridad: “La televisión promueve a tontos como autoridades”. Hoy, esa televisión se ha mutado en pantallas infinitas donde la poesía es desplazada por frases huecas, emociones prefabricadas y banalidad constante. Giovanni Sartori, en Homo Videns, denunció la transición del ser humano pensante al ser humano visual, incapaz de abstracción. La poesía, en cambio, exige lo contrario: detenerse, imaginar, interpretar. Leer un poema es un acto de resistencia en una sociedad que todo lo quiere rápido y digerido.

Aldous Huxley ya nos dio el aviso en Un mundo feliz: no será el látigo el que nos someta, sino el placer idiotizante. El entretenimiento como sedante, la superficialidad como dogma. En medio de esa distopía sonriente, la poesía es lo que nos sacude, lo que incomoda, lo que revela. Orson Welles lo decía sin titubeos: “La sociedad moderna está llena de gente educada más allá de su inteligencia”. Y sin poesía, la inteligencia se convierte en cálculo sin alma.

Así, la poesía es el estandarte de los que resisten al vaciamiento del ser. De los que aman aún sabiendo que amar duele. De los que piensan, sienten y luchan en un mundo que se ha vuelto cómodo en su cobardía. Los guerreros del fin de los tiempos no buscan likes ni fama: buscan verdad. Y la verdad, como la poesía, es siempre un acto de coraje. Por eso siguen escribiendo, leyendo, respirando versos: porque saben que, cuando todo colapse, sólo la poesía quedará para reconstruir lo humano.

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