La inmadurez como plaga: cómo destruye negocios, contamina empleos y perpetúa el subdesarrollo

Manuel García Estrada

En el mundo empresarial, como en la vida social y política, la inmadurez no es una simple falla de carácter: es una verdadera plaga. Destruye negocios prometedores, sabotea relaciones laborales, impide la productividad y crea entornos donde el crecimiento es imposible. No importa si se trata del empleado que no quiere hacerse responsable de sus errores o del patrón que dirige con berrinches: cuando la madurez brilla por su ausencia, el fracaso es inevitable.

La cultura mexicana, marcada por profundas heridas históricas y una educación emocional frágil, ha hecho de la inmadurez una norma disfrazada de simpatía, de desparpajo o de victimismo. Y eso tiene consecuencias catastróficas.

Negocios atrapados en el capricho y el miedo

En el ámbito empresarial mexicano, uno de los principales enemigos del éxito no es la falta de recursos, ni la corrupción, ni la competencia extranjera. Es la mentalidad inmadura. Esa que rehúye el compromiso, que busca culpables externos, que espera resultados sin esfuerzo, que confunde liderazgo con autoritarismo y que ve al cliente como una molestia y no como la razón de ser del negocio.

La inmadurez aparece cuando un emprendedor no puede escuchar una crítica sin tomársela como ataque personal. Cuando un empleado exige aumentos sin aportar valor. Cuando los equipos no saben trabajar bajo presión sin romperse emocionalmente. Cuando nadie asume sus errores, pero todos exigen reconocimiento.

Un negocio exitoso requiere gente emocionalmente adulta, capaz de diferenciar lo urgente de lo importante, de controlar sus impulsos, de tomar decisiones difíciles sin culpar al mundo. La inmadurez, por el contrario, genera ambientes tóxicos, baja productividad, rotación constante y pérdida de clientes.

Empleados sin carácter, jefes sin columna

La cultura del “no me regañes”, “no me exijas”, “no me corras, aunque no rinda” ha convertido al entorno laboral mexicano en un espacio donde muchas veces la mediocridad es tolerada, mientras que la exigencia es vista como opresión. Esto es el resultado directo de una sociedad que no ha aprendido a madurar.

Los empleados inmaduros no entienden la diferencia entre derechos y privilegios. Luchan por sus “derechos laborales” pero no cumplen horarios, no se capacitan, no aportan soluciones. Y los empleadores inmaduros tampoco ayudan: no comunican con claridad, no establecen reglas firmes, no saben formar equipos con base en valores, sino en lealtades personales o familiares.

La consecuencia es una economía estancada, donde el talento huye, donde los buenos trabajadores se frustran y donde los que sí quieren crecer son vistos como “presumidos” o “ambiciosos”.

¿Por qué México no quiere crecer?

La inmadurez se ha convertido en un fenómeno colectivo. No es que los mexicanos no puedan crecer: es que muchos no quieren. El crecimiento implica esfuerzo, disciplina, responsabilidad, autocrítica y la renuncia al papel de víctima eterna. Es mucho más cómodo pedir, exigir, culpar y esperar a que alguien más —el gobierno, el patrón, los padres, el extranjero— venga a resolver.

El paternalismo ha sido el gran veneno social: desde la cuna se nos enseña a esperar. A que mamá haga la tarea, a que papá pague las cuentas, a que el maestro perdone, a que el Estado reparta. Y cuando ese sistema de dependencia se traslada a la adultez, se convierte en populismo.

El populismo: infantilización política

El populismo no es una ideología, es un modelo de manipulación basado en una relación patológica entre líderes paternalistas y ciudadanos inmaduros. “Yo te cuido, tú me obedeces. Yo te doy, tú me aplaudes. Yo te protejo de todo, tú no pienses, no critiques, no trabajes más de lo que te pido.”

El populismo se alimenta del miedo a crecer. A muchos les resulta insoportable la libertad porque implica hacerse responsables. Prefieren recibir becas sin trabajar, subsidios sin producir, discursos emotivos sin resultados. Así se construye un país sin exigencias, sin estándares, sin futuro.

Este sistema paternalista está basado en el IQ emocional más bajo posible: el del ciudadano que se siente orgulloso de no saber, de no competir, de no emprender. Que odia al empresario, al exitoso, al culto, porque representan el espejo incómodo de todo lo que él ha decidido no ser.

La victimización como refugio de los incapaces

Ser víctima hoy da poder. Da atención, da likes, da excusas. Pero es también el atajo perfecto hacia la irrelevancia. El que se instala permanentemente en el papel de víctima ya no puede ser autor de su destino: solo se convierte en objeto de caridad o manipulación.

La madurez, en cambio, exige mirar de frente: reconocer heridas, sí, pero no vivir en ellas. Aprender, sanar, construir. Los países que han salido adelante no son los que lloran su historia, sino los que deciden superarla.

Necesitamos una cultura adulta

México no saldrá adelante mientras sus ciudadanos sigan comportándose como niños que esperan regalos en lugar de construir soluciones. Se necesita una revolución de madurez. Empresarial, política, educativa, emocional.

El país requiere empleadores con visión, carácter y ética. Y empleados con autoestima, disciplina y ambición. Requiere ciudadanos que se sepan responsables de su vida. Que cuestionen al poder, que trabajen sin miedo al éxito, que no se dejen seducir por los encantos venenosos del paternalismo.

Solo una sociedad emocionalmente adulta puede aspirar a la libertad y a la prosperidad. Lo demás —el populismo, la corrupción, el estancamiento— no es otra cosa que el resultado natural de una inmadurez colectiva que se niega a desaparecer.

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