La Universidad como farsa: egresados mediocres, títulos sin ética y la degradación profesional
Manuel García Estrada
En el ideal clásico, la universidad es un templo de sabiduría, una institución donde los jóvenes van a descubrir su vocación, a pulir su talento y a formarse con disciplina para servir a la sociedad con responsabilidad y excelencia. Sin embargo, la realidad de muchas universidades contemporáneas en México y el mundo dista mucho de este modelo. En lugar de producir profesionales con ética, rigor y compromiso, están graduando generaciones completas de egresados mediocres que, durante sus años de formación, se comportaron como parásitos sociales: borrachos crónicos, fiesteros contumaces, alumnos negligentes que pasaban de semestre aprobando con el mínimo indispensable.
Esta es la historia no contada de la universidad como farsa, como negocio, como simulacro de educación que avala con títulos a personas sin vocación ni principios, sin amor por su carrera ni respeto por sus futuros pacientes o clientes.
El culto a la fiesta y la descomposición de la disciplina
En miles de facultades, la experiencia universitaria se ha convertido en una extensión de la adolescencia. El centro de la vida estudiantil no es la biblioteca, ni el laboratorio, ni la praxis; es el bar, la peda, el fin de semana eterno. Se normaliza que los alumnos falten a clases por estar crudos, que no lean porque «la vida es una sola», que entreguen trabajos copiados de internet, que improvisen exposiciones a último minuto.
Esta cultura del mínimo esfuerzo y la celebración del relajo genera una curva de aprendizaje lenta, costosa y llena de errores. Lo que es más grave: forma profesionales sin valores, que terminan titulándose solo porque resistieron el paso del tiempo, no porque hayan demostrado competencia.
Profesiones en peligro: cuando el incompetente obtiene cédula
El riesgo se multiplica cuando esta mediocridad se presenta en profesiones de alto impacto social. Medicina, psicología, derecho, ingeniería, educación, arquitectura… no son carreras para improvisados. Un médico que pasó su carrera en la fiesta y aprobando con seis es un peligro para la vida humana. Un abogado que copió sus exámenes puede arruinar el futuro de su cliente. Un arquitecto sin rigor técnico pone en riesgo la estabilidad de una construcción. Un maestro ignorante perpetúa la ignorancia.
Pero el sistema los deja pasar. Las universidades ya no exigen excelencia: necesitan matrícula, necesitan inscripciones, necesitan mantener el flujo de recursos. Y así, egresan a basura funcional: personas con título pero sin talento, sin ética, sin compromiso.
La titulitis y la legitimación del mediocre
En lugar de formar, el sistema universitario legitima. El título se convierte en una especie de visa de entrada al mercado laboral, independientemente de los méritos reales del portador. Y entonces, aquel que se embriagaba cada semana, que mentía en sus prácticas, que pasaba copiando, recibe el mismo reconocimiento que quien se desvelaba estudiando, quien respetaba la formación, quien amaba su carrera.
El resultado es una mezcla explosiva en el entorno profesional: incompetentes con poder, incapaces con autoridad, ególatras inseguros disfrazados de profesionistas. Se normaliza el error, se institucionaliza la negligencia, se consagra la mediocridad como cultura.
La trampa de la empatía mal entendida
Al señalar estos problemas, la respuesta inmediata del discurso progresista suele ser: «hay que ser empáticos», «todos tienen derecho a equivocarse», «cada quien vive su proceso». Pero eso es una trampa. La empatía no es cómplice del desorden, no puede ser pretexto para justificar la pereza, la negligencia o el autoengaño. ¡No se puede tener empatía con quien pone en riesgo a otros por su falta de compromiso!
El profesionalismo requiere disciplina, responsabilidad y mejora continua. Lo contrario no es humano: es destructivo.
Clientes y pacientes como víctimas
Quien paga por un servicio profesional merece calidad. No solo formalidad. Merece competencia, información actualizada, honestidad, sensibilidad. Merece a alguien que se tome en serio su profesión. Cuando esa persona resulta ser un egresado mediocre, el cliente se convierte en víctima. Y eso se multiplica en todas las escalas: ciudadanos atendidos por funcionarios ineptos, niños educados por profesores desinformados, enfermos tratados por doctores desactualizados.
No estamos hablando de idealizar la perfección. Estamos hablando de exigir lo mínimo indispensable para ejercer una carrera con dignidad.
El enemigo invisible: la cultura del «ya pasó»
Gran parte del problema viene de una frase maldita: «ya pasó». Los estudiantes que se embriagan y luego aprueban el examen con un seis celebran que «ya pasó». Los profesores cómplices que no reprueban por no meterse en problemas dicen «ya pasó». Las universidades que titulan sin revisar la calidad del egresado dicen «ya pasó».
Pero no, no pasó nada. Solo se pospuso la tragedia. Solo se trasladó el problema al mundo real, donde el error ya no se puede esconder, donde el fracaso no tiene prórrogas, donde el cliente o paciente no perdona.
¿Y la mejora continua? Brilla por su ausencia
La mejora continua es el principio fundamental de cualquier profesión seria. Quien ama su carrera quiere aprender siempre más. Quiere ser mejor. Lee, investiga, se forma, se cuestiona. Pero el egresado mediocre no mejora: sobrevive. No actualiza su conocimiento, no se capacita, no crece. Sólo espera cobrar, cumplir con lo mínimo, seguir en la zona de confort.
Y en muchos casos, es hostil ante quien busca la excelencia, porque la excelencia lo desnuda. Lo obliga a ver su pereza, su ignorancia, su falta de vocación.
Una sociedad atrapada en la inmadurez
La razón profunda de este problema es cultural. En México, el sistema educativo está lleno de inmadurez. Se cree que la universidad es un lugar para «vivir la vida», no para construir un destino. Se piensa que ser joven es sinónimo de irresponsabilidad. Se premia al simpático y se margina al disciplinado. Y sobre todo: se olvida que la libertad implica responsabilidad.
El resultado es una sociedad sin rigor, sin profesionalismo, sin orgullo por el oficio. Una sociedad que tolera el error porque no tiene cultura de la excelencia.
La urgencia de una revolución profesional
Necesitamos repensar la universidad. Dejar de medir el éxito por el número de egresados y empezar a medirlo por el impacto positivo que esos egresados tienen en la sociedad. Exigir que las instituciones sean estrictas, que los profesores sean formadores reales y que los alumnos se asuman como adultos con deberes, no como adolescentes con derechos infinitos.
Es urgente rescatar el valor del compromiso, de la vocación, del mérito. Urge combatir la titulitis, la cultura del «todo se vale» y el romanticismo de la mediocridad.
Conclusión: no todos los títulos valen lo mismo
En un mundo ideal, un título universitario sería una garantía de calidad. Pero hoy sabemos que no lo es. Que hay profesionistas que sólo saben repetir lo poco que estudiaron, que no aman lo que hacen, que no comprenden el peso de su cargo. Son profesionales sin profesión.
Frente a ellos, hay que construir una nueva cultura: la cultura del profesionalismo radical, donde el amor por la carrera se demuestre con hechos, donde la excelencia no sea excepción sino base, donde el respeto por el cliente y el paciente sea norma inviolable.
Porque la universidad no debe ser el refugio de la mediocridad, sino el crisol de la grandeza. Y quien no entienda eso, simplemente no merece titularse.
