Música y salud mental: el arte de sanar… o de enfermar

Manuel García Estrada

En una época marcada por el ruido constante, por la sobresaturación de estímulos y por una cultura que glorifica lo inmediato y lo banal, es urgente volver a pensar en el poder de la música no solo como entretenimiento, sino como una herramienta determinante en la formación del carácter, en la construcción del gusto y, sobre todo, en la salud mental de las personas y los pueblos.

La música: alimento del alma o veneno cultural

Desde la Antigüedad, filósofos como Platón advertían que la música no es neutra: puede elevar el espíritu hacia la virtud o arrastrarlo hacia la degradación. En los tratados antiguos, se entendía que cada ritmo, cada armonía, incluso cada instrumento, podía influir de forma directa en el estado anímico, en la conducta y en la disposición moral de quienes la escuchaban.

Hoy, esa advertencia parece más vigente que nunca.

Diversos estudios en neurociencia han demostrado que la música modifica patrones cerebrales, activa centros de recompensa, regula los niveles de dopamina, serotonina y oxitocina —las llamadas «hormonas del bienestar»— y puede tanto aliviar la ansiedad como disparar impulsos agresivos o depresivos, dependiendo del tipo de estímulo sonoro. En otras palabras, la música es una forma de programación emocional y conductual.

Por ello, no da lo mismo lo que se escucha. No todo lo que suena es arte, ni toda letra es poesía. El mal gusto no es inofensivo; tiene efectos profundos sobre la psiquis individual y sobre el tejido social.

De la estética al colapso: la vulgaridad como síntoma

El auge de géneros musicales que hacen apología de la violencia, la misoginia, el hedonismo extremo, la criminalidad o la cosificación humana, no es casualidad ni simple moda. Responde a un modelo de ingeniería cultural que se ha propuesto trivializar lo trascendente, disolver la sensibilidad y normalizar lo grotesco.

Cuando la letra de una canción convierte al ser humano en mercancía, al sexo en un acto mecánico y al amor en una debilidad; cuando el ritmo se impone como único valor sin melodía, sin armonía, sin estructura, entonces ya no estamos hablando de arte, sino de un producto diseñado para el embrutecimiento.

El problema no es solo estético. La vulgaridad constante deteriora la percepción de lo bello, adormece la conciencia, incita a la desinhibición violenta y empobrece el lenguaje interno del individuo. Y donde el lenguaje se empobrece, el pensamiento también.

Una sociedad que canta con regocijo letras que denigran a las mujeres, celebran al narcotráfico o banalizan el sufrimiento, difícilmente podrá construir relaciones saludables, fomentar la empatía o sostener valores comunitarios. Es, en el fondo, una sociedad enferma de sí misma.

Salud mental y entornos sonoros

El entorno musical cotidiano —desde lo que suena en el transporte público hasta lo que se reproduce en fiestas, redes sociales o cafeterías— actúa como un sistema de condicionamiento emocional. Si lo habitual es el ruido, la grosería, el grito, la disonancia, entonces el cuerpo y la mente se habitúan al estrés, al caos, a la agresión.

Por el contrario, cuando se promueven ambientes musicales ricos en matices, en armonías, en contenido profundo, el resultado es una elevación de los estados de ánimo, un mayor equilibrio emocional, una mejor concentración, menor violencia y una percepción más saludable del mundo.

No es casual que en hospitales se utilice música clásica como terapia complementaria. Tampoco lo es que la infancia expuesta a música de calidad desarrolle mayor coeficiente intelectual, mayor control de impulsos y mayor creatividad.

En cambio, quienes se desarrollan en ambientes saturados de ruido vulgar y letras violentas, suelen mostrar mayor propensión a la ansiedad, a la irritabilidad, a la impulsividad o al aislamiento social. La mente, como el cuerpo, se nutre o se envenena según lo que se le ofrezca.

El deber de construir el gusto

No basta con denunciar lo vulgar. Hace falta reeducar el gusto. Y eso comienza por entender que el gusto no es una mera preferencia personal, sino una sensibilidad cultivada, una capacidad de discernir lo valioso, lo bello, lo profundo.

Recuperar el arte en su sentido pleno, revalorizar la música como expresión de lo humano más noble, es una tarea que debe asumirse desde la educación, desde la cultura, desde la familia y también desde los espacios públicos.

Es hora de preguntarnos: ¿qué tipo de humanidad estamos alimentando con la música que consumimos, que reproducimos, que enseñamos a los jóvenes? ¿Qué consecuencias tendrá, a largo plazo, que lo vulgar sea norma y lo elevado sea ridiculizado?

Música como acto político y espiritual

Escuchar buena música no es un acto inocente: es una afirmación de valores. Elegir armonía en lugar de ruido, belleza en lugar de fealdad, contenido en lugar de morbo, es una forma de resistir a la cultura de la degradación.

En tiempos donde la salud mental es una crisis global, donde la violencia se normaliza y la vulgaridad se premia, necesitamos más que nunca una revolución estética. Una que parta del oído y alcance el alma.

Porque la música, en última instancia, no solo nos dice lo que somos… sino en qué nos podemos convertir.

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