Feliz, pero solo a ratos.

Aproveché que la familia andaba comiendo croissants rellenos de pistachos en otras latitudes, para despreocuparme de lo que todos los días me hace que le dé un manotazo al despertador, me fuerza a levantarme de la cama, y de manera consciente jale aire.
Y para pasar el rato me entretuve hurgando mi interior.


Lo encontré pleno, abundante y prolifero. Entre otras cosas me satisfizo constatar que ser feliz no es mi prioridad; no es sorpresa pues, que la desazón que produce el no serlo, me eluda. Hace rato que claudiqué andar por el mundo con la necesidad de elaborar algo para decir a los demás que estoy contento. Y esto es fatalmente crucial: tener que demostrar que estamos satisfechos con el curso que han tomado nuestros pasos; y no debería.


A algunas personas no sólo les gusta decir que son felices, sino que, es importante que los demás reconozcan que son felices, independientemente de lo que se puede percibir desde lejos.


Los desaliña mi respuesta negativa cuando la conversación nos lleva a la pregunta de ¿eres feliz?. Me apuran a que lo sea, no les gusta que les diga que no vivo para buscar la felicidad. Es una necesidad al parecer, contemplar la felicidad como un estado permanente, no quieren saber de fugaces momentos felices… ¿quién, por amor a Dios, vive su vida completamente feliz?.
Correcto, nadie.


Y me puse a leer, que es algo que me hace feliz y me encontré con: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendia había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevo a conocer el hielo.»
Se me hace magistral como GGM nos atrapa en su primer párrafo de 100 años de soledad, con la idea de que justo antes del momento final una memoria se tornará viva,  lubricará los engranajes del cerebro y así, sin ansiedad, nuestra anodina existencia se nos resbalará sin mucha conciencia de ello.


Me dio curiosidad y me día la tarea de buscar una situación extrema, peligrosa; y se me dió cuando paseando a mi perro, este me alertó de movimiento bajo unos arbustos a la vera del sendero y mi corazón se aceleró cuando distinguí los rombos blancos, negros y marrones enmarcados céntricamente de la viperina mortífera.


Pensé, bueno, parcialmente, y aleje al canino para lueguito perder totalmente los cabales y regresar a donde estaba la arrastrada con la idea de que si contemplaba los sinuosos movimientos del reptil y me llenaba los oídos con la percusión de sus cascabeles seguro mi cuerpo produciría la cantidad necesaria de adrenalina para embriagar mi cerebro lo suficiente para que elaborará el momento más significativo de mi pasado y así mismo me entumeciera para recibir la mordedura con calma.


 …Nada…


Comencé, pues,  a acércame milímetro a milímetro, bueno hasta baje la mano, cuando un ladrido de Sasha que había regresado a mi lado, ahuyento a la escurridiza, me hizo brincar y me regreso al presente escapándoseme la posibilidad de saber qué es lo que hubiera venido de mi pasado.


Conjeturo pues, que no se puede forzar el momento para producir esa imagen, escuchar esas palabras, o incluso olisquear esa comida que debería venir a mis sentidos justo antes de morir.


Así también es la felicidad; no se induce, no se elabora artificialmente, no se crea por el mero hecho de desearla. Pero está ahí y vine de la mano de la tristeza y de todos esos sentimientos que nos hacen humanos.


Quizás la pregunta en vez de ¿eres feliz? Debería ser ¿Has tenido el día de hoy situaciones que te han hecho sentir feliz?.
No soy feliz, soy humano, pero estoy abierto a momentos de felicidad.

Por El Manco del Cerebro

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