La marcha de la irresponsabilidad.

Por Juan de Dios Mendoza Rosales

@happymonstery

Ese era un domingo cualquiera por la mañana en casa, hora del desayuno, el primer cafecito del día y momento de estar con la familia, siendo alrededor de las 8:30 a.m. El clima es fresco y húmedo en mi casa de Ventura California, ciudad ubicada entre Los Ángeles y Santa Bárbara. Algo me inquieta y no sé de qué se trata, doy los primeros sorbos a mi café y la memoria se me activa, caigo a la razón que que a esta hora, en México ya son las 10:30 a.m. Buena hora para llamar a mis padres, a algún amigo, etcétera. Otro sorbo de café y me embriaga el morbo, siento una picazón en la nuca y muero de curiosidad por saber qué ocurre a esa hora en la mentada marcha convocada por el presidente López Obrador como respuesta de la marcha ocurrida unas semanas atrás en apoyo al INE en la CDMX y otras ciudades y países; el día 13 de noviembre para ser más precisos. No me contuve y comencé a buscar información en las redes, buscaba alguna transmisión en vivo, imágenes, etcétera. 

Lo primero que vi que me causó una mezcla de estupor, extrañeza y cierto ánimo de alegría perversa y un disfrute enfermo, fue ver a un Epigmenio Ibarra desvaneciéndose, perder la compostura y las fuerzas… sus piernas eran como gelatina, como fideos que se escurrían lentos hasta el suelo. La gente a su alrededor tratando de reanimarlo, abanicando frenéticamente con un sombrero sobre su rostro desvencijado, pidiendo socorro y haciendo lo que modestamente podían para contenerlo. El disfrute me duró poco, recapacité y pensé que a pesar de ser uno de los personajes de la política que más detesto en esta vida, finalmente era también un ser humano que en ese momento se mostraba vulnerable, frágil y derrotado. Susceptible a padecer los estragos de la falta de oxígeno, de una baja en la glucosa y en la presión arterial. Se activó en mí una reacción instintiva que me gritaba que esa persona requería ayuda, primeros auxilios, atención médica. Mi corazón se acelaraba y la angustia hacía estragos en mí pues noté el rechinar de mis dientes y un poco de nauseas. Estuve atento a ver si llegaban los paramédicos, cruz roja, algún equipo de socorristas. Las imágenes son breves y no se aprecia el desenlace. 

Ese cuadro me horrorizó, me hizo pensar que estaba siendo un miserable al soltar una primera carcajada, luego gritos de alegría y celebración. “Ándele culero, eso se merece” pensaba… Reflexioné y caí a la razón de que eso en mí no estaba bien del todo. Total que me quedé afectado por el suceso, seguí buscando información actualizada, ya estábamos sobre las diez de la mañana, doce del mediodía en CDMX y más allá de comentarios soeces y gente celebrando el desfallecimiento de este individuo, no veía ninguna actualización. Las transmisiones en vivo que encontré por YouTube no narraban las cosas que por twitter y facebook iban apareciendo. Estaba con un ojo al gato y otro al garabato.

Me saturé de montones de videos denunciando el acarreo de gente, innumerables autobuses y vehículos estacionados a lo largo de calles y avenidas de la ciudad, interminables filas de camiones captados por las cámaras de usuarios que en su transcurso por dichas avenidas de la capital, iban registrando con sus celulares.

Una media hora después, ya con una segunda taza de café, mi cuello estaba tenso y sentía los hombros pesados. Había una angustia y un sabor amargo y metálico en mi boca que solo se disipaba gracias a mi café al cual le tuve qué agregar un poco de azúcar, cosa por demás inusual en mí. En eso vino otro golpazo, imágenes que hubiese preferido no haber visto. Un tumulto de gente arremolinándose, empujándose entre sí. Una masa uniforme de personas que por momentos parecían crear un oleaje, un vaivén difícil de resistir, de combatir. Allí distinguí un rostro conocido, le reconocí por sus lentecillos y su aspecto como de “Moroco” el topo de la caricatura del inspector ardilla. En efecto, era el rostro angustiado de Rosa Isela Rodríguez quien fugazmente se observa aterrada al verse sumergida en esa marea. Estaba un Adán Augusto López que apenas y sobresalía su cabeza por encima de la marabunta… Luego distinguí la cara desmejorada de López Obrador, por momentos ausente, como si el oxígeno le fuera escaso, su cabeza se meneaba de un lado al otro. Vestía una chaqueta azul marino sobre la blanca guayabera, por un momento casi pierde el paso y pudo tropezar, la misma inercia y la presión de la gente que lo rodean se lo impiden. Veo también al hijo Andy, lo identifiqué por su frente pelona, muy parecida a la de Roberto Gómez Bolaños, tratando de conservar el diamante de protección para su padre. En esa misma toma aparece Jesusa Roríguez, no la está pasando nada bien. Este video es brevísimo, apenas unos 15 segundos. 

Me parecieron como una eternidad. Esas imágenes hablan de una completa falta de organización, un tumulto de gente desbordado que estuvieron a punto de convertir en una estampida humana y causar una fatalidad. Tengo muy presentes las imágenes de la tragedia recientemente ocurrida en Seúl por las celebraciones del Halloween a finales de octubre en la cual fallecieron aplastados, pisoteados, asfixiados y sofocados unos 150 participantes. Han ocurrido otros escenarios macabros en otras partes del mundo, en las celebraciones del Ramadán en Bangladesh donde murieron al menos cinco personas en la estampida ocurrida a bordo de dos ferris en mayo del 2021 y qué decir de lo que pasó en la ciudad de la Meca en Arabia Saudita con una cifra fatal de 700 muertos en el 2015. 

Regresando a nuestro contexto, recordé que varios de los que ahí marchaban, es decir Marcelo Ebrard, entre otros, estaban en los principales puestos de la jefatura de gobierno del entonces Distrito Federal y que en su período fueron responsables del lamentable hecho del 2008 en la discoteca News Divine, donde murieron igualmente aplastados por una estampida humana 13 jóvenes y varios policías. También recordé que esta misma gente que está en el poder y que marcharon junto a López Obrador este domingo, tuvieron qué ver en otras tragedias como la de la explosión en Tlahuelilpan donde murieron 137 personas y resultaron un sinnúmero de heridos con múltiples quemaduras. A esta misma gente, se les cayó la línea 12 del metro, cobrando al menos 26 muertos en mayo del 2021 y qué decir de las dos jóvenes que cayeron a una alcantarilla abierta en la alcaldía de Iztacalco, misma que ya había sido reportada con anterioridad.

Mi cabeza estallaba, mi corazón se comprimía por momentos y en otros aumentaba su ritmo. Había tensión en mis dientes y puños, no comprendía cómo es que estaba ocurriendo esto en la marcha de López Obrador. Toda esa negligencia, toda esa irresponsabilidad y toda esa gente omisa, descuidada, desinteresada por la seguridad de todos e impune por las tragedias que costaron vidas y que ellos en gran medida provocaron, todos esos marchaban y ahí estaban en medio de aquella impresionante masa humana. Todos encabezados por un solo hombre, todos a merced de lo que el tlatoani disponga. Perdí la noción del tiempo, las horas transcurrían y no lograban avanzar y llegar al zócalo. Milenio Noticias transmitía desde la plaza de la Constitución, ahí tocaba la banda sinfónica de la marina, el mariachi, una breve voz suplicaba a los asistentes tener paciencia ya que el presidente estaba avanzando lento en su recorrido. 

Había conductores de las transmisiones en vivo que no se ponían de acuerdo si llevaban tres o cuatro horas de recorrido hasta ese momento… Fueron horas de angustia, pensaba en toda esa gente que vino desde sus estados, acarreados o voluntariamente, apoyadores o fanáticos de AMLO o gente que vino obligada, coaccionada. Eso era lo de menos, para mí era pensar en mexicanos que estaban ahí, siendo expuestos, siendo carne de cañón, siendo en parte también causa de aquello que se veía que en cualquier momento iba a salirse completamente de proporción, de control. Tal como sucedió en Tlahuelilpan, Hidalgo una sola chispa causó la inminente explosión. Así mismo estaba latente la posibilidad de una fatalidad. 

Más allá de teorías conspiranoicas, de un supuesto autoatentado, no hubo un Mario Aburto, no hubo un asesino solitario. No hubo la consumación de la pasión y muerte del mesías para finalmente convertirse en mártir, en prócer. No hubo un magnicidio ni tampoco hubo ninguna fatalidad por fortuna. Y es que nos hemos acostumbrado a vivir al límite, a celebrar que a pesar de todo no ocurrieron las tragedias, las crisis, las conmociones. Pero eso no es lo correcto, no podemos vivir en un país donde importa más el culto, la adoración y adulación del líder, que la seguridad, la integridad y la dignidad de todos los ciudadanos, del pueblo, de los mexicanos.

¿Valió la pena correr todo ese riesgo? ¿Sirvieron de algo todas esas horas de un interminable recorrido hasta la plancha del zócalo? ¿Cuál fué el beneficio que nos brindó toda esta demostración de ego, este apetito por ser vanagloriado, aplaudido y tocado? Toda esa heroicidad y esfuerzo sobrehumano de caminar tantas horas, estrechar tantas manos, saludar aquí, allá y acullá para finalmente llegar al zócalo y decir las mismas pendejadas y mentiras que se nos dicen todas las mañanas. Bueno, pero con un ingrediente adicional, la cereza en el pastel… un concepto digno de un super-hombre que logró tal hazaña, el llamado “humanismo mexicano”.

Es por ello que entiendo el desvanecimiento de Epigmenio Ibarra. Todo cobra sentido y bueno, lo único que obtengo de toda esta amarga experiencia es una reflexión acerca de lo que queremos como país, como nación. ¿Necesitamos seguir a un solo hombre aunque nos lleve al precipicio? Yo opino que no, que es momento de que construyamos un proyecto de nación que trascienda las individualidades pero que logre abrir el espacio que a cada uno de nosotros nos corresponda, que nos brinde las oportunidades para avanzar y sobre todo, que nos brinde seguridad y nos evite riesgos innecesarios. No necesitamos de su “pendejismo mexicano”

Al final del día, me quedo con esta frase que escuché “¡No empujen, venimos a lo mismo culeros!”

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