RÉQUIEM POR LA CORDURA PERDIDA: AÑORANZA POR LA ERA PRE-COVID

Por Antonio Rosales

« Sin libertad de expresión y reunión, sin la lucha libre de opiniones, la vida en todas las instituciones públicas se extingue, se convierte en una caricatura de sí misma en la que sólo queda la burocracia como elemento activo.»

Rosa Luxemburgo

<<¡Qué extraño es todo hoy! ¡Y ayer sucedía todo como siempre! ¿Habré cambiado durante la noche? Pero si no soy la misma, el asunto siguiente es,¿quién soy? ¡Ay, ese es el gran misterio!>>

Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll

En estos meses que cual infinita escalera de caracol se transformaron en un año entero, el mundo ha cambiado. El tiempo parece haberse cobrado la indiferencia por ese bicho que, según las primeras teorías, empezó a reproducirse desde diciembre del 2020 en Wuhan (China), y cuyo origen, ahora es lo que menos parece importar. Como la hiedra de una fantasmal mansión abandonada, como la gruesa telaraña gigante de alguna pesadilla literaria de Stephen King, el virus se fue expandiendo sigilosamente hasta enredarnos con sus ramas, su tela y estrangularnos mientras dormíamos.

No hubo forma de huir del tema, de la nota, del salvaje acoso mediático, de los hashtags relacionados inflados por bots de derecha o izquierda, de los rumores contaminantes en redes sociales, de los audios y videos alarmistas por Whatsapp, del bombardeo psicológico constante por la epidemia: Coronavirus, Coronavirus, Coronavirus, Coronavirus, Coronavirus. Covid 19 de día, Covid 19 por la tarde, Covid 19 en la noche. Covid 19 en tus conversaciones, en tus silencios, en tus ensueños y pesadillas. Covid 19 en tu cama, como un extraño enemigo que te impide tener sexo con la naturalidad de antaño.

Ha sido una serie de interminables avalanchas de nieve que congelan el razonamiento hasta su muerte. Una y otra vez lo mismo, como si la tortura emocional y mental fuera la línea desinformativa a seguir, la perenne consigna ritual financiada desde lo más alto de la trasnacional pirámide infernal, el código de barras sobre almas atemorizadas, el tatuaje mental que hay que imprimir con la fuerza del acero en los cerebros de todas y cada una de las personas para que teman salir de la celda del campo de concentración financierista.

Para los que tenemos vivienda (a veces olvidamos que muchos nunca han tenido y otros la perdieron durante la crisis económica global, que acompaña esta era tan negra), la casa, otrora arquetípico símbolo de confort y descanso, se convirtió en el estrecho universo donde nos refugiamos – a juzgar por los desalentadores discursos de la mayoría de los histriónicos mandatarios y comunicadores de Occidente- indefinidamente, de un peligro que se antoja como el personaje asustador de niños con el que diferentes generaciones fueron aterrorizadas durante su infancia: El hombre del costal, el Coco, la Llorona, el Lobo Feroz o el Chupacabras (aunque los malpensados dicen que ese monstruo si existe y todavía anduvo manejando los hilos de la política mexicana, al menos hasta el sexenio pasado)… El necesario estímulo imaginario para volvernos sumisos, obedientes, dóciles y acríticos.

Envenenados por el miedo, adolescentes y adultos han vuelto a ser -mental y emocionalmente- niños buscando escondite (aunque algunos nunca dejaron de serlo, aún cuando ya tengan vida sexual activa, alcoholismo, pareja e/o hijos).

En las calles el vacío se impuso y llenó el aire de tristeza, melancolía y nostalgia. El vacío estuvo solo, perdido como un niño solitario con el que nadie quiere jugar. Lo dejaron a su suerte como si fuera el Patito Feo de Hans Christian Andersen, esperando que muera pronto, fuera del refugio nuclear en que se han convertido todos los hogares revestidos de temor y expectación. También al silencio ensordecedor, cual anciano extraviado con Alzheimer, la ciudad le quedó grande y le asusta.

Por primera vez el viscoso monstruo gris de smog y concreto reposó tranquilo, pero viviendo una tensa calma como la que precede una gran tragedia, una muerte largamente esperada tras una agonía azas dolorosa; una guerra universal o una catástrofe medioambiental intercontinental.

El clero, siempre oportuno a alimentarse de las desesperanzas ajenas, sermonea, bendice, evangeliza y profetiza por televisión, radio e Internet. Para algunos, la fe ha resucitado y se ha levantado de la tumba en que lo había sepultado la posmodernidad secular. Se ofrece el paraíso para almas desesperadas. Contrario a lo habitual, el clero ha sido el más devoto de la narrativa covidiana y lo que debería ser plantear un debate ante la rendición de las religiones al binomio religión-ciencia, es silencio.

En la nueva anormalidad hay una avalancha de cambios, pero solo el silencio y la propaganda se permiten. Imposición global que huele a azufre. Cancelado el diálogo e impuestas las narrativas únicas en todo el mundo, toda clase de peligros acechan.

La culpa – por hacer, por ser, por existir, por la más mínima posibilidad de contagiarse o contagiar- vende y sus acciones cotizan a la alza en tiempos de duelo. ¿Duelo de que? De nada y de todo, tal vez. Quizás de las relativas libertades que teníamos y que han quedado en suspenso, en aras de un presunto bienestar global.

¿Qué mejor momento para la religión? ¿Qué mejor momento que las crisis para capitalizar la ansiedad e infelicidad masivas? ¿Qué mejor momento para recuperar clientela, después de que los escándalos por abusos sexuales y fraudes multimillonarios les derrumbaron el negocio a todos los comerciantes de la fe?

A fin de cuentas, tal como decía Marx, <<la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma>>. Y en este momento, <<renunciar a la religión, en tanto dicha ilusoria del pueblo, es exigir para este una dicha verdadera>>. Y no se puede alcanzar la felicidad cuando el pánico, la paranoia y esta suerte de esquizofrenia colectiva, llena con su denso hedor de vomitiva y ardorosa amargura, todo lo que toca. Lava ardiendo en el interior de nuestros cráneos, que se extiende hasta calcinar nuestra materia gris.

Exceptuando a los fanáticos religiosos de cualquier credo que en este momento están anestesiandose mentalmente con la misma desesperación que un cocainómano con su droga, el resto de la población ha perdido «su opio». El neoliberalismo, el imperialismo, la globalización, el consumismo y el hipermercantilismo, que han contaminado todas y cada una de las áreas imaginables durante décadas, no podrían conseguir hormiguitas que operen la fábrica mundial si no las mantuvieran presas de espejismos, hoy evaporados en la isla del náufrago de cada casa.

El escritor británico estadounidense Aldous Huxley definió ese «opio» como soma, en su novela de ciencia ficción – aunque bien podría ser ya literatura neorrealista del siglo XXI- Un mundo feliz.

El opio se ha esfumado. El opio es diferente para cada persona: El gimnasio. El ejercicio al aire libre. Ir al cine. El teatro. El trabajo fuera de casa para los workaholics. La escuela en un salón de clases, en el exterior. Los museos. La/el amante que les ayuda a evadirse de su pareja. El bar, el antro, las pedas monumentales con los amigos. Todo eso está muerto, como si se tratara de otra realidad que nunca vivimos. En espera de algo que no se sabe cuando terminará (si es que alguna vez termina)… La espera. ¿Esperar? La nada. El fin de todo lo que conocemos y de nosotros mismos, quizás.

Hoy los habitantes del Apocalipstick (Carlos Monsiváis dixit) languidecen de aburrimiento y hastío, de todo y de nada. Si esto se extiende demasiado, en ciernes otra epidemia pero de sedentarismo, obesidad, depresión, agorafobia, nosofobia, fobia social y síndrome de abstinencia social cuyos primeros síntomas intentan paliar con Netflix, HBO, YouTube, Claro Video, Blim, Amazon Prime, Zoom y Skype.

Las páginas porno complacen a audiencias incapaces de relacionarse, como Pornhub que ofrece chatarra audiovisual gratis; onanistas a los que poco les importa la cosificación de los cuerpos, la misoginia, el machismo y las expectativas irreales que estos contenidos suelen crear sobre el sexo. Falta de imaginación para cibernautas en celo.

El erotismo está muerto y la intimidad muerta. Lo que vende hoy es programar a la gente, una y otra vez, para que tengan miedo a besarse, tocarse, abrazarse, acariciarse. La piel y el tacto, imprescindibles compañeros en la comunicación de una pareja, hoy son terrenos de muerte y destrucción, para todos aquellos envueltos en la paranoia.

«El amor en tiempos de Coronavirus», «Dos familias, un gel antibacterial», «Cubrebocas del quinto infierno», «Mi reino por un médico con ética», «Cottonelle imposible», «El desinfectante perdido» o «El Coronavirus no tiene quien le escriba», serían excelentes títulos para guiones de películas o libros por escribir durante esta cuar-eterna forzada. ¿Será este claustro absurdo, el semillero de nuevas obras literarias que trasciendan nuestra época? Fuera de ironías, es interesante preguntarse, pensar- ¿y, por qué no, intentar escribir uno mismo? – si la posmodernidad y era del vacío serán capaces de producir literatos como William Shakespeare o Margaret Mitchell (Lo que el viento se llevó), quienes produjeron grandes obras durante sendas cuarentenas.

La soledad y el encierro tienen dos caras. Por un lado, nos enfrentan con nosotros mismos, con nuestros miedos, con nuestro verdadero Yo. Nos revelan que hay en nuestro interior. Interiormente desnudos y exteriormente ociosos, no nos queda nada más que observarnos. Introspección inevitable, útil o inútil según sea el caso. Inocua e inútil en los seres banales, crucial y traumática en los existencialistas. ¿Hay algo? ¿Existe contenido relevante, interesante, o somos meras copias de lo que recibíamos de afuera? ¿Aportabamos algo original, o no aportabamos nada? ¿Somos seres humanos geniales y originales, o somos mediocres, clones y robots?  ¿Somos agua, espejos o vasijas? ¿O estamos vacíos, necesitados de llenarnos con el otro, con el exterior?

¿Somos algo, sin todo eso que hoy descansa? ¿Qué somos? ¿Vale la pena lo que somos? ¿Somos lo que creíamos que somos, o somos otra cosa que los espejismos que sostenían nuestra anterior cotidianidad, no nos permitían ver? ¿Qué somos? ¿Somos lo que realmente queremos ser, o lo que nos han programado ser y hacer? Incluso durante el peor momento, ¿nos encerramos porque realmente estamos convencidos de que existe un peligro inminente, o nos hemos encerrado porque nos han convencido de que existe tal peligro? ¿Es el peligro el que nos han dicho, o existe un verdadero riesgo del que apenas nos han dicho? ¿Cuál es? ¿Se atreverán a decírnoslo alguna vez? ¿Realmente podemos creer en la bondad y preocupación repentinas de esos dueños del mundo, quienes han autorizado saqueo de endeudamientos impagables, recursos naturales, guerras, masacres, recortes masivos de empleos y derechos, alimentos transgénicos, azúcares excesivos y artificiales en todos los alimentos? ¿Nos servirá esto para aprender a dejar la hipocresía, aprender a ser más auténticos con nosotros mismos, aprender a cuestionarnos?

Por otro lado, la soledad y el encierro también nos enfrentan con los otros, el otro. Pero no de la forma habitual. Aquellos que extraño y están fuera de mi casa, y aquellos que viven el aislamiento conmigo, en mi casa. Esos que son – o dicen ser – mi familia o mi pareja. Y aquellos que son – ¿o eran? – mis amigos. Para algunos se ha desatado el horror puertas adentro. De repente, sin estímulos ni placebos, están obligados a convivir con quienes habitan la misma casa. Han vivido con desconocidos. Reconocer que se ha vivido en una obra de teatro, en una fiesta de máscaras y disfraces. Admitir que se conoce mejor a los amigos del exterior que a la familia o a la pareja, que se ha vivido en la superficialidad, que tal vez se ha aplazado demasiado el divorcio, la independencia de los hijos adolescentes o adultos, la salida del pariente incómodo o ser uno mismo esa incomodidad para los otros. ¿Podrá sobrevivir el afecto? ¿Realmente existió alguna vez? Dichosos los que no experimentan esto, o aquellos cuyas relaciones salgan fortalecidas de esta prueba. De cualquier forma, si está usted en este caso, mejor evite las películas El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) y El resplandor (Stanley Kubrick, 1980).

La radio, la televisión, la prensa escrita y la mayor parte de los medios digitales corporativos. YouTube. Los youtubers, sea cual sea su contenido -¿es apropiado el decir que crean contenido en la mayoría de los casos?-, están entregados a la mismo tema sin descanso. Todo es lo mismo. Todos marchando al compás del mismo canto fúnebre. Sombras, neblina, fantasmas, oscuridad gutural y gélida. Hielo negro y seco. El corazón temblando cada día y cada noche ante las fauces de un imaginario cementerio viviente y hambriento. El horno crematorio como internacional imposición social en el imaginario colectivo político-sanitario y único futuro posible, arrebatandoles a las necropsias cualquier posibilidad de hallar la luz al final del túnel, salvo en Italia donde se atrevieron a romper el implícito mandamiento de la Organización Mundial de la Salud, los gobiernos y la corporatocracia farmaceútica: “No nos cuestionarás y si nos cuestionas, morirás”.

La misma noticia siempre, el mismo tema. No es veneno informar, sino convertir la información en sensacionalismo, amarillismo, desinformación. Aprovecharse miserablemente del miedo de las masas. ¿Por? Por intereses públicos y privados -de izquierda y derecha por igual, nacionales y supranacionales- que están trabajando intensamente en tiempos de pandemia.

La estabilidad psicológica de la gran mayoría de la población mundial -que ya era precaria gracias a las aberraciones que escondía la vieja «normalidad»- de millones de personas, asesinada por el hambre monetaria de dueños de grandes medios corporativos de comunicación y populares comunicadores sin una pizca de honestidad, tanto del nuevo como del viejo régimen. ¿Trasnacionales farmacéuticas, bancarias, financieras y políticos de todos los colores, tras las olas de pánico alentadas incesantemente por periodistas e  influencers? Demasiado arriesgado para afirmarlo, demasiado ingenuo descartarlo del todo…

Todo sea por el Dios rating, ventas, likes, retuits, monetización, patrocinadores. Todo sea por ganancias multimillonarias, todo sea por especulación financiera de las farmaceúticas, todo sea por colonizar conciencias y aumentar el endeudamiento y miseria de países enteros, todo sea por esclavizar aún más al ser humano, todo sea por entrenarnos en obediencia, sumisión, buen comportamiento con los de arriba, y odio y miedo para con nuestros iguales.

Tal vez, de fondo, también radica un generalizado y muy pobre manejo de las emociones en el gremio de la comunicación; desaseo emocional mismo con el cual no pueden evitar impregnar al espectador, aunque no se den cuenta. El mensaje que dan -explícito, implícito o subliminal, según la variante que consideren necesaria- resuena como un eco que debe regir nuestra vida de hoy en adelante:《Te vas a morir y si sales, serás culpable de tu muerte, de las de todos tus conocidos y de las próximas cincuenta generaciones de toda tu familia. Te vas a morir y si sales, serás culpable de tu muerte, de las de todos tus conocidos y de las próximas cincuenta generaciones de toda tu familia. Te vas a morir y si sales, serás culpable de tu muerte, de las de todos tus conocidos y de las próximas cincuenta generaciones de toda tu familia. Te vas a morir y si sales…》

La letalidad de las plagas bíblicas se han quedado cortas. Un mantra satánico que de tanto repetirse, trastorna los sentidos de la audiencia, y le deja demasiado vulnerable emocional e intelectualmente como para discernir o disentir.

Los gobiernos y mass media de la mayor parte del mundo parecen estar aplicando, al pie de la letra, una de las “10 estrategias de manipulación mediática” descritas por el conspiranoico escritor francés de ciencia ficción, Sylvain Timsit, que erróneamente atribuyen al lingüista Noam Chomsky:《Reforzar la autoculpabilidad. Hacer creer al individuo que es solamente él el culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se autodesvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. Y, sin acción, no hay revolución》.

Todo se ha convertido en “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. O la culpa del prójimo, o de otros. Una sociedad de miedo, culpa, odio y autoculpabilidad, donde no hay otros horizontes ya. A diferencia de lo que ha ocurrido con otras grandes tragedias que ha vivido nuestro país, esta nos ha separado y convertido cualquier espacio en un campo de guerra. Prohibido el disenso y el debate, la aspereza y la depresión flotan en el aire, contaminando y marchitando cualquier pequeño brote de alegría y exterminando la posibilidad de ampliar la perspectiva.

En la mayoría de los grandes grupos de poder político, económico, financiero, religioso y mediático han manejado la culpa verticalmente, hacia esas masas de ciudadanos, trabajadores y consumidores, sin cuyo trabajo y consumo acríticos no se sostendría el sistema. “La culpa es de ustedes, pueblo, irresponsables, inconscientes, malvados, indignos de vivir, eternos e irredentos culpables sin juicio ni investigación previa”. Y la sociedad insiste en culparse, o en culpar a otros; repartir la culpa y el miedo horizontalmente con sus iguales, sin alcanzar a ver el todo. Culpa, culpa, culpa; recuerda mucho al gran método de control de la mayoría de las religiones, principalmente la católica, que en México conocemos tan bien. Aunque ahora a ese reforzamiento de la culpa y autoculpabilidad le llaman resiliencia, valentía, responsabilidad; se ha generado una especie de neolengua desde autoridades y medios de comunicación. Culpa a tu vecino, amigo, familia y de ser necesario, entregalos a la hoguera del tribunal de la opinión pública, pero ni se te ocurra cuestionar la responsabilidad y las decisiones de las autoridades sanitarias de tu estado, país o, a los organismos internacionales, porque entonces te verán como el mal encarnado.

Guerra psicológica masiva y global de alta generación. Cifras, muertos, dolor. Infodemia presentada con colores, música y enfoques estridentes, morbosos. Llenar el espectro cognitivo de comida chatarra, de basura audiovisual hasta que la salud mental -y física, a fuerza de sugestión, inmovilidad y debilitamiento del sistema inmune- colapsen sin posibilidad de recuperación. De pronto parece que los nauseabundos presentadores de viejos talk shows como Laura Bozzo, Cristina Saralegui, Rocío Sánchez Azuara, Oprah Winfrey, Phil Donahue, y los responsables de programas como Primer Impacto, Al rojo vivo, Sálvame (España), se apoderaron de casi todos los grandes medios de comunicación, con su morbo y falta de ética y profesionalismo. En el caos informativo, imposible tener claridad.

Desayune miedo, coma miedo, cene miedo y beba miedo. Respire miedo y de ser posible, mejor no respire. Encienda la tele, la radio o su computadora y consuma miedo, miedo, miedo, miedo y más, mucho más miedo. Miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo. La única emoción permitida.

Los dos minutos de odio de los que habla la novela 1984, de Orwell, no se dirigen a las autoridades, sino hacia aquellos que sean señalados con dedo flamígero en su noticiero favorito. Siempre esos entes malvados, en condiciones socioeconómicas similares a la mayoría. Cualquiera puede ser visto como enemigo, pues no es visto como ser humano, sino como un gran peligro bacteriológico, vírico y sanitario, sin derecho a la presunción de inocencia. La deshumanización ha triunfado.

Los partidos políticos se reparten culpas, y se cuelgan del tema. El oficialismo se pinta de heroísmo y la oposición partidaria, se alzan como los supuestos rebeldes, que nos hubieran salvado suspendiendo por completo los derechos humanos. En el fondo, no pueden ocultar que son dos cabezas del mismo monstruo, dos caras del mismo problema.

Aquellos que perdieron empleos o sus pequeños negocios, así como aquellos que murieron de hambre, se suicidaron o están en tratamiento psicológico, nadie los ve ni los oye. Empezando por esa sociedad de abajo y en medio, que han padecido este derrumbe civilizatorio. Jamás creí que extrañaría tanto esa vieja normalidad, aquella en que el afecto, la empatía, el valor y el deseo de libertad eran mayores y más comunes de encontrar que el odio y el miedo. Me duele el mundo que les espera a los niños de hoy. Duele mucho, duele todo.

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